Capítulo 4. Los Hijos de Artemis
(FRÍO)
* Pasado | Mundo humano *
No quedaba un solo asiento libre dentro de la colosal carpa multicolor, pues todos estaban ocupados por los cientos de espectadores que habían conseguido su ansiada entrada para el famoso “Circo ambulante Universe”. Una vez en el interior, el lugar estaba totalmente oscuro, debido a las largas lonas que cortaban el paso de la luz del exterior, otorgando así un cariz misterioso y despertando la curiosidad del público.
Mientras los asistentes miraban impacientes sus relojes deseando que el espectáculo comenzara, los artistas que formaban el elenco del circo se preparaban para sus respectivos números. Los acróbatas realizaban estiramientos de última hora, los payasos daban unos retoques a sus rostros con pintura roja y blanca, los adiestradores de fieras preparaban a los animales para salir a escena, y un levantador de pesas hacía ejercicios de yoga, ajeno a todo lo que ocurría. Entre todos ellos, un niño castaño de brillantes ojos verdes, vestido con un pequeño frac negro y una graciosa pajarita roja, observaba al inmenso público a través de una fina rendija en la gruesa cortina que suponía la única separación física entre los artistas y el escenario.
– ¿Estás preparado, chico? –le infundió ánimos uno de los escupefuegos, mientras preparaba el combustible líquido que guardaría posteriormente en su boca, generando así la ilusión de que al soplar era capaz de crear fuego de la nada.
– S-sí –contestó el niño con voz infantil, intentando parecer tranquilo–. Gracias Sylar.
– No te pongas nervioso, Liam. Siempre lo haces bien –Sylar le guiñó un ojo y se fue.
Sin embargo, lo cierto era que sí estaba notablemente inquieto. Había realizado su truco en diferentes pueblos y ciudades, pero jamás había actuado en una metrópoli tan grande, con una exorbitante cantidad de asistentes que, con gran probabilidad, serían de lo más exigentes…
– ¡Tú, mocoso! –le gritó un hombre de unos cincuenta años, con una prominente barriga y ropajes tan ostentosamente coloridos que resultaban ridículos: vestía unos brillantes pantalones de color púrpura, una fina chaqueta que hubiese sido elegante de no ser por su chillón tono verde lima, y un sombrero blanco que, cuando se lo quitaba, dejaba entrever una brillante calva.
Se trataba del temido director del circo, el señor Warner. El pequeño Liam observó, nervioso, cómo el susodicho se acercaba rápidamente hacia donde él estaba y lo agarraba con fuerza por los pliegues de su americana.
– ¡Contéstame cuando te hablo! –le dijo en furiosa voz baja, sacudiéndolo como a un saco de patatas–. Más te vale que lo hagas bien, es la primera vez que actuamos en una ciudad tan adinerada y no pienso permitir ningún fallo. ¿Ha quedado claro?
– Sí, señor Warner –respondió dócilmente Liam. Sin embargo, cuando el señor Warner desapareció, el niño deseó poder escupir con rabia en su desagradable cara.
Un redoble de tambores se escuchó al otro lado de la cortina, que parecía dividir dos mundos: el de la magia y el de la cruda realidad. Todos los artistas desaparecieron en sus camerinos para dejar libre el espacio que vería el público al retirarse la cortina; Liam se apresuró a seguirlos, despistado por los nervios.
Los focos móviles que hasta ese momento habían estado bailando por toda la carpa, se concentraron en un único lugar, justo en el centro del escenario, convirtiéndolo en el único punto iluminado dentro del lugar. Los tambores cesaron, las cortinas se abrieron y por ellas apareció el extravagante señor Warner, quien mostró una amplia sonrisa hacia su extenso público.
– ¡Muy buenaaaas noches, damas y caballeros! –el micrófono que sostenía le permitía ser escuchado en toda la carpa; su voz retumbaba por todas partes–. ¡Bienvenidos! ¡Confío en que hayan venido con ganas de conocer el mágico mundo del espectáculo! ¡Nosotros estamos encantados de poder actuar en esta hermosa ciudad, así que esperamos que disfruten de los números que tanto tiempo nos ha costado preparar! Sin más dilación y ante todos ustedes… ¡El circoooo Universe! –el pequeño Liam escuchaba con rabia cómo el condenado señor Warner se ganaba a la gente con su desparpajo y su enorme falsa sonrisa. Poco se imaginaban lo mezquino que era el hombre en realidad.
Entre numerosos aplausos, el señor Warner desapareció finalmente y los focos comenzaron a moverse de nuevo por toda la carpa, en un inquietante juego de luces que tan pronto iluminaban toda la estancia como la sumían en la más completa penumbra. De repente, el atronador redoble de tambores volvió a dominar la acústica del lugar para abrir paso a la llegada de los trapecistas, quienes aparecieron de la nada dando saltos mortales por encima de las cabezas del público, que observaba asombrado con la boca abierta. Una emotiva pieza clásica, interpretada por músicos distribuidos por toda la carpa, acompañaba los elegantes y refinados movimientos de aquellas personas que parecían ser capaces de volar.
En el siguiente número, los trapecistas fueron relevados por una docena de fibrados malabaristas, quienes ejecutaban impresionantes juegos de luces con botellas, cuchillos e incluso con antorchas. Unos artistas detrás de otros fueron discurriendo por el escenario, siendo todos ellos aclamados por el impresionado público que siempre parecía querer más. Un levantador de pesas elevando con sus brazos una motocicleta que no debía pesar menos de 200 kilógramos. Una domadora de tigres que los hacía saltar por aros de fuego cada vez más pequeños. El exótico baile de dos hermanas siamesas, que tan pronto aparecían unidas como separadas. Sylar y otros tres escupefuegos que salieron a escena entre llamaradas y preciosos destellos de calor. Cuando el gigantesco y musculoso Ethan lanzó por los aires a la danzarina Diane y esta dio un triple mortal hacia atrás en el aire, el público se levantó y vitoreó sobresaltado, entre aplausos y piropos a la enrojecida Diane.
“
Es mi turno”, se dijo el niño mientras un payaso en biciclo cruzaba lentamente y en silencio por la cuerda floja a unos veinte metros de altura, de un extremo de la carpa al otro, manteniendo a todos los espectadores en vilo.
Con cuidado para no manchar su indumentaria, Liam se coló por una pequeña trampilla específicamente preparada para él, detrás de los camerinos. De esta forma atravesó el escenario bajo el suelo, hasta llegar debajo de las gradas en las que se sentaba el público, que al ser escalonadas le permitían ver los pies de los espectadores. No había mucha luz, pero conocía bien el recorrido y no tardó en colocarse justo debajo del palco principal, donde se ubicaban aquellos que habían pagado más por sus entradas. Miró hacia arriba y observó multitud de pies con ostentosos zapatos de tacón.
– ¡Y para finalizar, damaaas y caballeroooos! –la fangosa voz del señor Warner se apoderó de nuevo de todos los oídos presentes–. ¡Nuestro integrante más espectacular! ¡El grandioso! ¡El sensacional! ¡El majestuoso! ¡Nuestro espléndidooooo magooo Butler!
El señor Warner dejó que se desvaneciera su pedante y pegajosa voz mientras desaparecía del escenario para dejar que todos los focos se centraran sobre un elegante señor vestido con refinado frac negro, brillantes zapatos del mismo color y una reluciente pajarita roja –indumentaria idéntica a la del pequeño Liam–. Sin dirigir una sola palabra, el mago mostró al público una preciosa chistera de un reluciente color negro, aparentemente vacía. Los presentes observaron en silencio cómo el mago daba dos golpes con su varita al sombrero vacío –Butler sabía ganarse la expectación de su público– y, para su asombro, de la chistera emergieron una docena de palomas blancas como la espuma del mar, que volaron sobre sus cabezas hasta perderse de vista.
– ¡Oooooh! –se escuchó un generalizado suspiro de admiración. Los trucos de ilusionismo siempre surtían un efecto impresionante sobre las personas, pues parecían demostrar que un mundo con magia, menos aburrido y monótono, era posible.
El niño también había observado impresionado el espectáculo, a través de las rendijas de los escalones, bajo los cuales estaba agazapado. Por muchas veces que viera la actuación del mago Butler, no era capaz de comprender cómo lograba realizar sus trucos. Le había preguntado reiteradas veces, pero el enigmático mago nunca contaba su secreto. ¿Sería un mago de verdad?
La serena voz de Butler inundaba la carpa, sumergiendo a los predispuestos espectadores en sus espectaculares trucos, y haciéndolos suspirar de puro gozo. Aprovechando la distracción del público, el pequeño Liam se apresuró a realizar su tarea. Arrastrándose a cuatro patas por debajo de los asientos, y entornando los ojos para enfocar en la oscuridad, logró ver un bolso que una mujer había dejado en el suelo, entre sus pies. Por poco que le gustase, aquello se le daba bien: sigilosamente, estiró el brazo y arrastró hábilmente hacia sí el bolso, dentro del cual había una billetera llena. Continuó moviéndose bajo las gradas y, cuatro filas más adelante, logró encontrar una brillante pulsera de plata, que introdujo en el bolso. Cuando hubo finalizado con el palco principal, se dirigió a los asientos normales, donde encontró un colorido collar de perlas y otras dos pulseras, pero no parecían ser de las que le exigía el señor Warner: no brillaban, ni eran especialmente bonitas.
Así funcionaba el “Circo Universe”. Mientras los artistas asombraban al público con sus innegables aptitudes para el espectáculo, el pequeño Liam hurtaba las pertenencias valiosas que los espectadores hubieran podido apoyar despreocupadamente sobre el suelo, para después darle el botín al señor Warner, quien lo revendía al mejor postor o directamente se lo quedaba. De esta forma, los espectadores no podían asociar el robo con el circo; pensaban que había un ladrón entre el público y ya está.
Pocos de los componentes del circo eran conscientes de estas malas prácticas, pues de haberlo sabido, su dignidad les hubiera obligado a abandonar el gremio. Sabían que el señor Warner era grosero y antipático, sí, pero no imaginaban que, lo que para ellos era un estilo de vida, para el director del circo era una mera forma de ganar dinero, sin ética que valiese. El pequeño Liam tenía prohibido hablar con nadie sobre sus pequeñas "sustracciones"; se lo había contado a Sylar, pero este le dijo que hiciese caso al señor Warner sin protestar, por muy estúpido que fuera, o lo podría despedir del circo.
Cuando hubo completado su trabajo, la actuación casi había llegado a su fin. El niño se apresuró a recorrer la distancia que lo separaba del escenario lo más deprisa que pudo –gateando mientras cargaba con los tesoros robados– para reaparecer por la trampilla junto a los camerinos, donde el señor Warner lo esperaba con impaciencia.
– ¿Cuánto has traído? Espero que suficiente, por tu bien… –el señor Warner le arrebató el bolso - ¡Más te vale que no te hayas dejado ver! ¡Espabila, es tu turno!
El niño asomó un ojo entre las cortinas y contempló cómo el mago Butler hacía desaparecer a la gruesa serpiente pitón –de nombre Nagini– en una bomba de humo.
– ¡Y para terminaaaaar! –la molesta voz del señor Warner volvió a hacerse presente, resonando en la enorme carpa de colores–. ¡El más alucinante y extraordinario truco del mago Butler! ¡La trituradora humana! El niño Maravilla se introducirá en la caja mágica y será partido en siete pedazos… ¿Qué pasará? ¡Disfrútenlo, para todos ustedes!
Liam pasó entre las cortinas y se encaminó hacia el centro de la pista –sus revueltos cabellos morenos y el pequeño frac en el que estaba enjutado, a juego con el de Butler, hizo la delicia del público, que aplaudió entusiasmado su aparición– donde lo esperaba el elegante mago. Al llegar junto a Butler, este le sonrió fugazmente para después ordenarle que se introdujera en la caja negra, de tamaño justo para su altura y anchura. El niño saltó dentro de esta y el mago cerró la tapa, sumiéndolo en una absoluta oscuridad. Rápidamente –pues tenía un tiempo limitado– el niño levantó el suelo de la caja, a pesar del poco espacio del que disponía, y levantó una trampilla del suelo bajo la cual se introdujo. Era un truco que no le había costado mucho aprender, pues su flexibilidad y pequeño tamaño le permitían realizar el movimiento sin que desde fuera se apreciase lo que pasaba.
La caja ya estaba vacía –no así para los espectadores– y el mago Butler hizo el resto: cogió un formidable serrucho, explicando al público –que exclamaba de puro morbo- lo que iba a hacer… Y partió la caja en siete pedazos. El primero a la altura de los pies. El segundo por la rodilla. El tercero en la parte superior de la pierna. El cuarto, el quinto, el sexto. Hasta llegar al último, a nivel del cuello: el público suspiró conteniendo la respiración.
Pero el niño no estaba nervioso ya; lo difícil estaba hecho y habían ejecutado el truco cientos de veces. El mago sacó una capa roja y cubrió el experimento, haciendo un breve toque en el suelo hueco con su varita para avisar al niño de que le tocaba regresar a la caja.
– ¡Señoras y señores… no pierdan detalle! ¡Ante todos ustedes… –levantó la capa con una floritura y descubrió la caja intacta, como si jamás hubiera sufrido un arañazo– el niño Maravilla! –exclamó mientras la tapa de la caja se abría y de ella salía el niño en frac, haciendo una elegante reverencia al público, que aplaudía, silbaba y gritaba.
Liam sonrió, sintiéndose afortunado por recibir semejante ovación de los espectadores. ¿Cómo regeneraría el mago Butler la caja? No lo entendía, pero le daba igual. A su lado, el mago chasqueó los dedos y sobre la carpa se desplegó una lluvia de confeti sobre el anonadado público, generando miles de destellos multicolores que marcaban el fin de la actuación.
* Presente | Palacio Real *
Dos gotas de sudor resbalaron por el pico de Frío mientras recordaba el sueño de la noche anterior. Hacía tiempo que había dejado de perder la consciencia y sufrir alucinaciones, pero ahora estas parecían atosigarlo mientras dormía.
“
¿Por qué me ocurre esto a mí? Si no son pokémon, ¿quiénes son esas criaturas de mis sueños? Ese pequeño ser de ojos verdes me resulta muy familiar, pero no puedo recordar porqué…”
Hacía siete meses que había aparecido en el Palacio Real en extrañas circunstancias, sin recordar quién era ni de dónde venía. El Príncipe Sievert lo había ayudado a buscar información sobre sus sueños y los extraños seres que veía en ellos. Le había enseñado a leer y escribir en el lenguaje pokémon –lo cual le había resultado bastante fácil– y habían pasado tardes enteras en la gigantesca biblioteca del palacio, cuyas infinitas y altísimas estanterías estaban repletas de libros, pergaminos y antiguos manuscritos de todo tipo.
Sin embargo, por mucho que habían investigado libros sobre diversas materias –centradas principalmente en la ciencia de los sueños, estudios médicos sobre la amnesia e incluso un libro sobre control mental que había escrito un miembro de su especie, otro Golduck–, no encontraron nada que les sirviera de ayuda, por lo que Frío continuaba teniendo las mismas dudas desde que llegó.
El Príncipe Sievert le había propuesto hablar sobre sus sueños al Maestro Houdin, quien era considerado una eminencia en el estudio de la mente de los pokémon con capacidades psíquicas; pero Frío se negó en rotundo. Si bien era respetado por todos en el Palacio real, era consciente de que muchos lo consideraban un bicho raro debido a sus extraños desmayos en combate y al hecho de que había aparecido de la nada. No quería acrecentar ese sentimiento hablando de sus sueños y de seres que nadie había visto jamás. Además, se trataba de algo íntimo, algo que le pertenecía, algo… difícil de explicar.
La única persona con la que tenía suficiente confianza para contárselo, era su amigo el príncipe. Desgraciadamente el Rey Eniah, padre de Sievert, había enfermado gravemente poco después de su llegada, de modo que su amigo se vio obligado a sustituir su tiempo de investigación por hacer compañía a su convaleciente padre.
Una corriente de aire fresco le despejó un poco la mente, y el Golduck se evadió de sus pensamientos para observar fijamente el despejado cielo azul pastel que cubría los silenciosos campos verdes del Palacio Real. En medio del mar de hierbas, sobre una colina que representaba el punto más elevado, se alzaba un elegante y majestuoso arco de piedra blanca, sobre el cual crecían –en bello desorden– múltiples enredaderas y flores de primavera.
El regio Arco Blanco era el lugar desde donde se despedían a todos aquellos monarcas que alguna vez habían gobernado el Reino de la Luz. Cinco días de luto habían transcurrido tras la muerte del Rey Eniah y, como dictaba la tradición, tocaba despedirlo del mundo de los vivos. Su cuerpo se encontraba dentro de un magnífico y elegante féretro de madera, tallado y pulido con mimo con árboles caídos del bosque –pues en el reino estaba terminantemente prohibido derribar ningún árbol que no decidiese caer por sí solo– por el carpintero más conocido de la ciudadela, un sabio y afable Gallade de avanzada edad, que respondía al nombre de Otteg. Otteg había aceptado de inmediato el trabajo, prometiendo que lo haría lo mejor que pudiese, pues el soberano Eniah no merecía menos. El resultado había sido impresionante; sin embargo, el esmero del longevo Gallade no podía eclipsar la pena que todos sentían.
Bajo el Arco Blanco y junto al sarcófago, se encontraba un distante príncipe Sievert, que daba la mano a un afligido Snivy de brillante tez verde oliva y unos cinco años de edad. Se trataba del pequeño Arlo, el hermano menor de Sievert. El príncipe y futuro rey mantenía la compostura, pero Frío lo conocía demasiado bien, y sabía que estaba gravemente afectado.
Pensativo, el Golduck se preguntó cómo aceptaría el Reino de la Noche el hecho de que los únicos descendientes de Eniah fuesen ajenos a la Reina Yvenne, tan apreciada por todos. Nadie desconocía el hecho de que Sievert y Arlo eran bastardos, pues la Reina Yvenne había fallecido años antes de su nacimiento, pero nadie osaba hablar del tema. Se comentaba que, años atrás, el rey Eniah solía desaparecer algunas noches del palacio para desahogar sus penas cuando sufría arranques de dolor y nostalgia por su antigua esposa. En cualquier caso, a Frío le importaba más bien poco quién había dado a luz a su amigo Sievert o al pequeño Arlo, o con quién había pasado la noche el difunto Rey Eniah. Ellos le habían brindado un hogar, lo habían tratado como a uno más y gobernaban con honradez y neutralidad sobre la región.
Los dos hijos del difunto rey no estaban solos. A su lado se encontraban el anciano Scepter, el Maestro Houdin, Corneta Shobbes, el comandante Morin, Himeria –la niñera de Arlo, una afectuosa y encantadora Chansey– y varios familiares cercanos. Rodeando el Arco Blanco, los soldados y caballeros de la Guardia Real –entre los que se encontraba Frío– se disponían en círculo, separando el lugar sagrado del resto de asistentes.
Todos los habitantes del Palacio Real y de la Ciudadela se habían congregado allí, pero no eran los únicos que habían asistido para despedir al magnánimo Serperior. El Rey Eniah había cosechado una gran fama durante su reinado, como demostraba la infinita masa de individuos que se congregaba alrededor del Arco Blanco, ocupando por completo los prados verdes del Palacio Real. Habitantes del Reino de la Luz e incluso algunos del Reino de la Noche; todos aquellos que habían logrado desplazarse a tiempo desde sus hogares para rendir homenaje al rey caído, se hallaban allí aquella templada mañana. Miles de pokémon se hallaban reunidos en los infinitos parajes verdes, como una masa multicolor que mantenía un bello silencio respetuoso, en un vano pero agradecido intento de mostrar su lealtad, agradecimiento y devoción al fallecido. Decenas de ejemplares de Hoppip, Skiploom, Jumpliuff, Cottonee y Whimsicott levitaban sobre sus cabezas como un mosaico de destellos rosas, verdes y amarillos sobre el claro cielo azul.
Los habitantes del Lago Nostos también habían emergido de sus confortables aguas: una congregación de pokémon acuáticos se hallaban a la orilla del lago, con las miradas clavadas en el Arco Blanco. La comitiva estaba presidida por el gobernador del lago, de quien se decía que nunca había sido visto hasta que llegó la Guerra de los Caídos, en la cual batalló junto a Eniah en primera fila, haciendo gala de un considerable poder. Cuando la guerra finalizó, regresó a lo más profundo del lago y jamás se lo volvió a ver… hasta el día del entierro de Eniah, treinta años después.
Frío se distrajo admirado por su elegancia: un color azul turquesa enmarcaba su figura cuadrúpeda, interrumpida en algunas zonas por formas del blanco más puro que se pueda imaginar. Su larga melena violácea se movía con calma por encima de su cuerpo, bailando al mismo ritmo que el viento. Una impresionante cornamenta de aspecto helado enmarcaba su cabeza, otorgándole un aspecto hermoso a la vez que autoritario. Por último, dos largas colas blancas, delgadas como cintas, ondeaban a su alrededor con la gracia de quien es consciente de su propia belleza. Era una especie desconocida para él, pero sin duda desprendía una magnificencia que no pasaba desapercibida.
El Príncipe Sievert se apartó del féretro y caminó por el Arco Blanco para observar, asombrado y orgulloso, la inmensa multitud que se expandía en los campos del palacio para dar el último adiós a su padre. Después indicó al viejo Scepter que le cedía las primeras palabras. El Sceptile dio un paso adelante acompañándose de su grueso bastón, dirgiéndose a la descomunal masa de pokémon que allí se encontraba. Antes de comenzar a hablar, hizo un gesto a Corneta Shobbes quien, con sus enormes fauces, generó un Eco voz que permitiese a todos los presentes escuchar las palabras del reptil.
– Nos encontramos aquí reunidos esta mañana –la profunda voz de Scepter se elevó, haciéndose oír por todos los presentes gracias al movimiento del Exploud– para decir adiós a un gran líder. Nuestro Rey Eniah no fue un monarca cualquiera. Muchos hubo anteriores a él que se limitaron a cobrar impuestos al pueblo y luchas por coleccionar territorios, sin importarles lo más mínimo las miserias de las clases bajas. Sin embargo, creo que no me equivoco al decir que Eniah fue todo lo contrario a eso.
Miles de miradas serenas estaban clavadas en el viejo pero imponente Sceptile, quien tras una pausa continuó.
– Despedimos a un rey que lo dio todo por el pueblo. Un rey que se entregó, que supo enfrentarse con valor y entereza a cada situación difícil que comprometía el reino. ¡Un rey que en la Guerra de los Caídos siempre estuvo en primera línea de batalla, y que arriesgó su vida y la de su amada hasta que ambos consiguieron la paz entre la Luz y la Noche!
Un leve murmullo de asentimiento recorrió el público.
– Fue el primer monarca que intentó unir ambos reinos… y lo consiguió. Puedo afirmar sin asomo de duda que fue el más hábil guerrero que he conocido en el arte de la lucha, y que siempre se ponía en peligro por salvar a sus compañeros de combate. ¡Cómo luchaba…!
La brillante mirada del viejo Sceptile se oscureció, y sus emotivas palabras adquirieron un tono más grave.
– Pero a todos nos cansa la guerra… –continuó–. Dolor, muerte y ríos sangre. Todos estábamos agotados, nos daba ya igual ganar o perder. Solo queríamos que aquel infierno acabara. Nuestro fallecido rey arriesgó su vida, su honor, su familia... Y logró ponerle fin para concedernos todos estos años de paz y libertad. Estoy seguro de que todos, sin excepción, se lo agradeceremos hasta que llegue nuestro final, pues este valiente luchador, escondido en el cuerpo de un majestuoso Serperior, nos concedió a todos una nueva vida. Su recuerdo y su valía siempre perdurarán en las memorias de quienes tuvimos el honor de conocerlo. Que tu alma descanse para siempre en la paz de los bosques, mi señor.
Frío agachó la cabeza, en honor al fallecido. El viejo Sceptile, siempre serio e imperturbable, parecía realmente dolido por la muerte del Rey Eniah. El Golduck no había llegado a intimar con el difunto rey debido a su enfermedad, pero este siempre se había mostrado amable con él; le había proporcionado un hogar, un trabajo, una familia. Si no fuera por él…
El anciano Scepter dejó paso al Príncipe Sievert dedicándole una fugaz sonrisa de ánimo. El príncipe heredero se situó con parsimonia frente a la multitud congregada, la cual esperaba que diese un discurso que se había visto incapaz de preparar. Con el hermoso Arco Blanco y el ataúd de su padre a sus espaldas, inspiró profundamente y comenzó a hablar.
– Primero de todo, quiero agradeceros a todos y cada uno de vosotros el hecho de que hayáis venido a honrar el recuerdo de mi padre. No importa si pertenecéis al Reino de la Luz, al de la Noche o si sois pueblos independientes. Todo eso ya da igual. Porque esto es lo que quiso lograr mi padre: un reino sin fisuras. Sé que él estaría orgulloso si pudiera ver lo que consiguió. Todos unidos… por una buena causa. Quiero pensar que su legado se mantendrá para siempre, y que ambos reinos continuarán unidos, prosperando en paz y serenidad.
El príncipe se detuvo un momento para tragar saliva y recuperar la compostura. Infinitas miradas estaban clavadas en él.
“
Será un buen rey”, pensó Frío.
– Todos los aquí presentes conocisteis a mi padre como gobernador, pero por encima de eso, fue un gran padre y mejor persona. Lo dio todo por su familia, por sus seres queridos, pero también hizo todo lo posible por ayudar a quienes no tenían nada, aunque no los conociera. Puedo afirmar sin asomo de duda que mi padre fue un ejemplo a seguir.
Sievert agachó la cabeza durante unos segundos. Frío observó cómo las escamas de su pecho se movían agitadas por la emoción.
– Pero las cosas son así –continuó, decidido e imparable–. La muerte nos alcanza a todos por igual, no importa si eres de noble cuna o no, si has sido bueno o te has guiado por actos malvados, si mereces morir… o no. Y nosotros… nosotros debemos asumirlo –Sievert se detuvo por unos instantes para observar, a sus espaldas, el ataúd que contenía el cuerpo de su querido padre, con quien había tenido sus diferencias pero quien siempre había tratado de instruirlo como mejor supo–. Fuiste un gran monarca, padre, y el mejor maestro. Espero estar a tu altura y poder aplicar todo lo que me enseñaste. Que los bosques te acojan y tu alma pueda descansar en paz. Te lo mereces.
Frío observó, con tristeza, cómo su amigo daba las espaldas al concurrido público para acercarse en silencio hacia el ataúd de su padre. Una sola lágrima se derramaba por su rostro escamoso. Por el camino, cogió una preciosa flor verde que el viejo Scepter le tendía. Era una Flor de Jade, hermosa como ninguna, que solo crecía en los bosques del Palacio Real y que no necesitaba luz para echar raíces. Era una tradición que les permitía asegurar que el cuerpo del Serperior estuviera protegido por la madre naturaleza hasta la eternidad. Siguiendo el ritual de la dinastía monárquica del Reino de la Luz, Sievert debía colocarla sobre el cuerpo sin vida de su padre, que posteriormente sería enterrado bajo el Arco Blanco, junto a todos sus predecesores que habían gobernado las tierras de la Luz.
Sievert se detuvo frente al sarcófago. Cuatro sirvientes del Palacio Real se acercaron para retirar, con infinito cuidado, la tapa que cubría el cuerpo de Eniah, de forma que su hijo heredero pudiera concederle su último regalo. Frío observó, apesadumbrado, cómo su amigo Sievert se inclinaba sobre el hermoso féretro, con la Flor de Jade en las manos. Pero, para su sorpresa, un grito furioso se elevó con fuerza sobre el silencioso cielo que cubría las cabezas de los miles de pokémon que allí se habían reunido. El anciano Scepter, quien se encontraba más cerca de Sievert, abrió los ojos como platos y varias expresiones cruzaron su estoico rostro con rapidez. Los ayudantes que habían destapado el ataúd ahogaron un grito. Frío no podía apreciar bien lo que ocurría, pues se encontraba junto a los miembros de la Guardia Real que rodeaban el Arco Blanco, a cierta distancia de su centro, donde Sievert se encontraba. Los soldados a su alrededor miraban a todas partes, incómodos y nerviosos, esperando una orden que les dijera cómo actuar.
– ¡Actuad con normalidad! –intervino el comandante Morin con rapidez tras intercambiar unas breves palabras con Scepter–. ¡No dejéis que los asistentes se acerquen!
– ¿Qué ha pasado, comandante? –preguntó un confuso Pinsir.
– ¡Haz caso, soldado, y no cuestiones mis órdenes!
La Guardia Real se movilizó rápidamente para impedir el paso a la desconcertada multitud, que a aquellas alturas se había cerciorado de que algo iba mal. Frío cumplió las órdenes con impasibilidad, aunque no dejaba de preguntarse qué habría ocurrido. El anciano Scepter se acercó a él y le hizo una señal.
– El Príncipe os reclama. Venid conmigo.
Con sigilo, el Golduck se abrió paso a codazos entre los soldados en formación, siguiendo al viejo Sceptile hasta que alcanzaron al joven Servine. Este se hallaba de rodillas sobre el suelo, temblando de rabia e impotencia al lado del féretro de su padre.
– Padre… –masculló el príncipe apretando la mandíbula. La Flor de Jade estaba despedazada entre sus temblorosos dedos escamosos.
Frío estudió la situación que se sucedía frente a sus ojos y comprendió el colérico grito del príncipe Sievert. La tumba donde debía encontrarse el cuerpo del difunto rey estaba vacía… Y en su lugar solo había un pergamino, con un sello inconfundible.
* Pasado | Palacio Real *
Frío cayó como un rayo azulado sobre su adversario, con su garra apuntando al cuello del úrsido recién derribado. Womsa se levantó del suelo aceptando la mano que le tendía el palmípedo. Entre risas y jadeos debidos al cansancio, el robusto Usaring de pelaje pardo lo felicitó repetidas veces.
– ¡Vaya, vaya, asombroso, más increíble incluso que la miel! ¡Este pequeño sí que es rápido! ¡No me gustaría tenerlo como enemigo, no señor!
Frío le devolvió una modesta sonrisa; apenas estaba cansado. Como todas las mañanas, asistía a los campos de entrenamiento del Palacio Real para ser adiestrado en el arte de la batalla. Estos campos consistían en diversas pistas de arena batida repartidas por los alrededores del palacio, en las cuales los pokémon guerreros practicaban el combate cuerpo a cuerpo. Por el momento, no habían supuesto demasiado reto. Algunos enemigos eran formidables, sí, como aquel peludo Ursaring de la Brigada de Entrenamiento, pero no eran lo suficientemente veloces para él.
Mientras observaba distraído la elegante silueta del palacio, Frío escuchó unas palmas que elogiaban su victoria. Se trataba del príncipe Sievert, que solía gustar de observar los entrenamientos de Frío, normalmente acompañado del viejo Scepter –siempre apoyado en su bastón, con su habitual rostro impasible– y el Comandante Morin. El Machamp siempre mantenía un trato cordial con él, pero Frío tenía la sensación de que no era de su agrado, debido –suponía él– al Psíquico con que lo había abatido el día que apareció en el palacio. Aquel día sonreía tras haber visto la batalla y aplaudía lentamente con sus cuatro vigorosos brazos. Sus tortuosas venas, más marcadas que nunca, y el sudor que enmarcaba su rostro, indicaban que él también llegaba de un intenso entrenamiento.
Pero aquella despejada mañana estos no eran los únicos pokémon que habían asistido al combate entre el liviano Golduck, ágil como una sombra, y el peso pesado Ursaring, temible luchador físico.
Shobbes era el encargado de los campos de entrenamiento. Presentaba tez purpúrea y piel gruesa. Aunque no era muy alto, su aspecto y su mala costumbre de comunicarse a berridos –con los cuales exhibía una desmesurada boca en la que cabía cualquier pokémon de tamaño medio– le conferían un aspecto agresivo, que asustaba a quienes no lo conocían. Numerosos cuernos amarillos salían de su enorme cabeza y su espalda, permitiéndole ampliar el volumen de su voz hasta niveles que ni él mismo sospechaba. Por último, dos largas colas en forma de tubo. Sin duda alguna, la cabeza conformaba el 80% del ruidoso Exploud. Todas las mañanas se lo escuchaba gritando órdenes que resonaban en todo el palacio, gracias a su capacidad acústica y a sus descomunales fauces sin fin. Soldado curtido y experimentado, se lo conocía como “el Corneta” pues, según se comentaba por el palacio, durante la Guerra de los Caídos siempre estaba a la delantera de las tropas, movilizándolas y vociferando órdenes con sus potentes cuerdas vocales.
Al lado de Shobbes, se encontraba un delgado pokémon de pelaje amarronado con dos larguísimos bigotes que le llegaban hasta el suelo. Cubriendo su pecho y espalda, una carcasa de color oscuro hacía las veces de armadura protectora. El Alakazam estaba en silencio, pero su mirada penetrante dejaba ver que no se le había escapado detalle.
Por último, dos individuos de pequeño tamaño –comparados con el resto– pero que no pasaban para nada desapercibidos. Eran idénticos, hiperactivos y resultaban bastante curiosos. Los dos tenían la piel lisa y brillante propia de los anfibios. Una antena rizada coronaba sus cabezas, y dos mofletes rosados su rostro. Sus pies y patas estaban palmeados, y su estómago estaba surcado por una hipnótica espiral. Si la memoria de Frío no fallaba, eran dos Politoed. Los dos parecían alegres y parlanchines, actitud propia de su especie. A pesar de su innegable parecido, había algo que los diferenciaba: uno de ellos era de color verde y el otro tenía coloración azul.
– ¡Frío! –lo llamó el príncipe, esperando a que el Golduck se acercase a ellos–, después de hablar con mi padre sobre tus indudables progresos, hemos decidido que iba siendo hora de que conocieses a nuestro Maestro de Energías Mentales –señaló con su brazo al reservado Alakazam–. El Maestro Houdin, experimentado en el estudio de la mente, está interesado en tus capacidades. Está claro que tienes un potencial poco común, y hasta el momento no has sabido controlarlo, ni aprovecharlo al máximo. Por ello, el reto que te proponemos hoy es un poco más difícil.
Sievert hizo un gesto a los dos Politoed y estos se acercaron, mostrando a Frío sus enormes e idénticas sonrisas.
– Estos son Hoob y Tood –los introdujo el príncipe.
– ¡Hola, croac, hola! –saludaron los dos al unísono.
– Euh… –Frío los miró con confusión, pues los dos Politoed tenían sus grandes ojos clavados en él–. Hola, un placer conoceros.
– Desde que empezaste a entrenar en los campos –continuó Sievert–, has progresado hasta el punto de vencer a tus oponentes sin darles tiempo a reaccionar. Hemos sido conscientes de que tus últimos combates no han supuesto un verdadero reto y, tras comentarlo con nuestros Líderes de Guerra –dijo señalando al imponente cuarteto conformado por el Sceptile, el Machamp, el Alakazam y el Exploud– nos gustaría que exprimieses tu potencial. Para ello tendrías que estar de acuerdo, claro; pero creo, amigo mío, que te podría resultar interesante para aprender a manejar esos Psíquicos incontrolables que te asolaban al principio.
Lo cierto era que llevaba un tiempo sin sufrir los dichosos dolores de cabeza que culminaban en una liberación de energía con la posterior pérdida de consciencia.
– El Maestro Houdin piensa que tus desmayos están relacionados con tu autocontrol –continuó el Príncipe Sievert–, y cree que los hermanos Hoob y Tood supondrían un nuevo reto para tu entrenamiento. ¿Qué te parece? ¿Te atreves con ello?
– Haré lo que pueda, príncipe –contestó con educación el Golduck, quien pese a su aspecto tranquilo estaba deseando probar sus habilidades con los hermanos Politoed. La adrenalina comenzaba a correr por sus venas.
– ¡Genial! Y ahora disculpadme, pero por más que me gustaría ver el combate, debo irme. Mi padre no se encuentra muy bien, ya sabéis que últimamente está algo débil… Mantenedme informado, caballeros. ¡Buena suerte, Frío! –se despidió.
El príncipe se alejó en dirección al palacio y los combatientes se situaron en el campo de entrenamiento, observados a una distancia prudente por Scepter, Morin, Corneta Shobbes y el misterioso Maestro Houdin. A un extremo del campo, Hoob y Tood miraban sonrientes a Frío, quien se encontraba en el extremo opuesto.
– ¡Croac! ¿Estás preparado, estás? –dijeron al mismo tiempo los dos Politoed mientras saltaban ágilmente con sus flexibles patas sobre un mismo punto del terreno herbáceo que conformaba el campo de batalla.
– Cuando gustéis –Frío entornó la mirada y se preparó para evadir cualquier asalto inesperado.
– ¡Sí gustar, nosotros gustar! ¡Allá vamos, croac! –y cada uno de los ansiosos Politoed se lanzaron a una velocidad vertiginosa hacia el pato acuático.
El Golduck se impulsó con las vigorosas patas palmeadas para saltar hacia un lado, haciendo que los gemelos fallaran en su diana. Sin embargo, antes de que el palmípedo azul pudiese reconducir su postura, los dos hermanos salieron disparados hacia él de nuevo, con renovada energía. Equilibrándose velozmente con su cola, Frío esquivó de nuevo la ofensiva, esta vez por una milésima de segundo. Podía sentir el aire generado por los Politoed, que se movían sobre él como veloces pelotas de goma, sin dejarse ver.
– ¡El pato es rápido, sí, es rápido, croac! –reían los alocados hermanos sin parar de atacarlo, mientras el sobrio Golduck continuaba evadiendo sus ataques con no poca dificultad.
“
Esto es nuevo; son muy veloces. No me he batido con guerreros así antes. Me gusta.”
Aprovechando un breve momento en que se vio libre de intentos de embestidas, Frío decidió tomar la iniciativa, pues era consciente de que no era dueño de la situación, y era una sensación a la cual no estaba acostumbrado. Intentar visualizar a los Politoed no había resultado eficiente; eran demasiado rápidos. De modo que cerró los ojos, tratando de ayudarse de sus otros sentidos. Su oído le era de gran ayuda, el olfato no tanto; pero si había algo que lo ayudaba era esa especie de sexto sentido que no sabría definir, y que le permitía localizar adversarios por mera intuición. De modo que se concentró en la perla de su frente, la parte de su cuerpo que parecía gobernar esa habilidad que ni él mismo comprendía.
“
Sí, siento su presencia.”
A pesar de tener los ojos cerrados, su oído y su sexto sentido le dieron toda la información que necesitaba. Cuando uno de los hermanos –creía que era Hoob– salió disparado como un misil hacia él, Frío saltó sobre sí mismo y golpeó en dicha dirección con toda la fuerza de su cola, que había adquirido un brillo metálico. El Cola férrea chocó contra el aire, pues el Politoed –que había resultado ser Tood– había rodado para esquivarlo en el último momento.
– ¡Hoob y Tood, croac, Tood y Hoob! –se burlaban los gemelos mientras daban brincos, excitados. Sin embargo, se mantenían atentos al pokémon pato, quien les había demostrado que podía anticipar sus movimientos.
“
He calculado con precisión, sin embargo lo ha conseguido esquivar… Está bien, probaré mi único movimiento rápido que resulta efectivo contra su tipo.”
Mientras meditaba… ¡Fum! Hoob lo golpeó por la espalda con fuerza, empotrándolo contra el suelo herbáceo. Finalmente Bote había alcanzado su objetivo.
– ¡Hoob es más rápido que Tood, já! ¡Más rápido, croac!
“
Parecen tomárselo a broma… ¿Acaso no se están esforzando? Se están burlando de mí, saben que no tengo el control. Debo cambiar el combate a mi favor.”
Se levantó del suelo con el orgullo herido y se colocó en posición de defensa. Nunca le había costado tanto percibir el punto débil de un enemigo, por lo que se concentró al máximo.
“
Su vientre parecía una zona de debilidad, quizás si consigo alcanzar a uno de ellos…”
El Golduck cerró los ojos de nuevo y cuando sintió la presencia de uno acercándose para golpearlo de nuevo, Frío salió disparado con la garra por delante, buscándolo. Sin embargo, el Golpe aéreo no alcanzó su objetivo debido a que el otro Politoed lo había agarrado de la cola, cortando su trayectoria y obligándolo a derrapar sobre el terreno.
"
Maldita sea... El problema es que no es un contrincante, sino dos; y cada uno llega desde una dirección distinta. Este combate es desigual. ¿Qué pretende ese Alakazam...?"
Agudizando el oído, Frío saltó un metro hacia la derecha justo a tiempo para esquivar al veloz Tood, que se había lanzado hacia él. Un segundo después, percibió un cuerpo que caía desde el cielo sobre su cabeza; el Golduck tuvo el tiempo exacto para contraatacar con Demolición al Politoed de color verde, que fue derribado contra el suelo. Sobre el estómago del anfibio se había formado un amoratado cardenal, pero no tardó el levantarse para continuar brincando y acosando al Golduck desde las alturas. Por supuesto, Frío no había golpeado al pokémon rana con todo su potencial, pues se trataba de un mero entrenamiento.
– ¡Tood sabe esquivar, no como Hoob, já! ¡Hoob fue alcanzado por el pato furioso!
Las bromas de los hermanos Politoed estaban comenzando a exasperar a Frío, quien no estaba acostumbrado a no manejar la situación. Debía reconocer que estaba disfrutando, pero no encontrar la manera de dar la vuelta al combate lo ponía tenso. No tenía sentido usar sus movimientos especiales de tipo Agua, pues los hermanos eran también seres acuáticos. Continuó pensando, manteniendo la compostura. Si algo se le daba bien, era mantenerse en calma y tranquilidad. En ese momento, los dos hermanos arremetieron de nuevo. Uno de ellos lo sujetó por las patas y el otro lo atizó varias veces con las manos palmeadas en la cara.
– ¡Nosotros pelear, sí! ¡Nosotros gustar!
Humillado por el Doblebofetón, y de forma más innata que meditada, Frío generó con cada mano un potentísimo chorro de agua, cada una de las cuales alcanzó con fuerza el rostro de sus dos agresores; no los había dañado mucho, pero al menos los había apartado de él. Los dos hermanos fueron arrastrados por el suelo debido a la fuerza del ataque. Empapados, se sacudieron el agua de sus cuerpos y volvieron al acoso del Golduck, cercándolo entre los dos.
– ¡Pato al agua, sí! ¡Nosotros gustar agua, croac!
A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa. A Frío no se le escapó la mirada de asentimiento que el carismático Alakazam les envió a los gemelos. Hoob y Tood empezaron a dar brincos de varios metros de altura mientras entonaban un cántico que se transformaba en una melodía más bien siniestra. Frío estudió a sus enemigos, perplejo. ¿Debía esperar o atacar? ¿Qué estaba pasando?
– ¡El pato va a caer, contaremos desde tres! –cantaban los gemelos mientras saltaban a su alrededor, en movimientos circulares.
“
Esto está siendo muy raro. Voy a atacar”, se dijo a sí mismo. Puso las piernas en tensión preparándose para saltar, descubriendo horrorizado que sus extremidades no le respondían.
– ¡Dos, dos, ya van dos, nuestro pato se achantó! –el cerco que formaba el baile de los hermanos Politoed se hacía cada vez más pequeño.
Sintiéndose cada vez más encerrado, Frío intentó concentrarse, sin dejar que la desconfianza –pues no estaba acostumbrado a esa sensación de impotencia– se apoderase de él. La danza de las ranas se estaba convirtiendo en algo muy inquietante, sentía cómo perdía vitalidad a un ritmo alarmante y estaba comenzando a sufrir un dolor de cabeza que conocía muy bien.
Sus piernas se doblaron, cayendo de rodillas sobre la hierba mojada. Su visión se nubló y vio muchos puntos brillantes. No comprendía qué le estaba ocurriendo, pero estaba claro que la danza de los gemelos Politoed era la causa.
– ¡Uno, uno, sólo queda uno! ¡Cuando acabe esta canción no quedará ninguno! ¡Croac! –gritaron los gemelos, finalizando la danza y lanzándose con todas sus fuerzas hacia el pato, los dos a la vez.
Sintiéndose a punto de desfallecer, Frío gritó de dolor y notó cómo le ardía la gema de su frente, el dolor de cabeza se había tornado insoportable. No tuvo tiempo de sentir el último golpe de los Politoed, pues una descomunal cantidad de energía manó de su cuerpo, exprimiendo la poca fuerza que le quedaba.
“
Otra vez no…”
Sin saber quién había ganado el enfrentamiento, Frío sintió cómo caía a cámara lenta, desplomándose sobre el suelo. Su sudorosa cara estaba pegada a la hierba del campo de entrenamiento. Lo último que vio fue el inescrutable rostro del Maestro Houdin frente al suyo.
Después perdió el conocimiento.
* Presente | Palacio Real *
Era la primera vez en mucho tiempo que los Hijos de Artemis se reunían de nuevo en una asamblea formal. Los asistentes se agrupaban bajo el nombre del más antiguo de los antepasados de la dinastía Serperior; el único de su nombre y el primero en gobernar el Reino de la Luz, siglos atrás: Artemis. Si bien el nombre del Consejo de Guerra había permanecido inalterado, no ocurría lo mismo con sus integrantes.
Varios de los asistentes habían sido miembros del anterior consejo y fueron activos guerreros durante la Guerra de los Caídos, treinta años atrás. Entre ellos se encontraban el anciano Scepter, el Maestro Houdin y Corneta Shobbes. El último antiguo componente del consejo era un primo hermano de Eniah: un longevo Serperior de escamas blanquecinas y ojos arrugados, de quien se decía que había sido un hábil estratega con gran memoria. Lamentablemente, su sano juicio se había perdido en la Guerra de los Caídos; pero la fama que lo precedía le confería el honor de continuar en el consejo.
Presidiendo la cabecera de la enorme mesa de caoba alrededor de la cual se reunían, se encontraba el Príncipe Sievert, ocupando el lugar que durante tantos años había pertenecido a su padre, el sabio Rey Eniah. Sievert era consciente de las arduas decisiones que se habían tomado en el mismo asiento que ahora él ocupaba y, si bien nunca se había mostrado entusiasmado por gobernar –pues a él, lo que realmente le apasionaba era viajar por el mundo para empaparse de diferentes culturas y costumbres–, se había prometido a sí mismo que no dejaría a su padre en un mal lugar. Bastantes problemas había ocasionado ya el hecho de que no fuese un hijo legítimo; demostraría a todo su reino que era digno del cargo que le había sido impuesto.
Como nuevos reclutas de los Hijos de Artemis, se encontraban el Comandante Morin, el ama de llaves Himeria –que además de ser experta en labores del hogar y como comadrona, había sido instruida en el arte de la defensa–, Niara –una impulsiva y desconfiada Servine de color pistacho, sobrina de Eniah y prima de Sievert– y Fersei –una Floatzel de ojos fieros y afilados colmillos, que formaba parte de la Brigada de Entrenamiento y era una mortífera luchadora.
Cerrando el círculo, y por petición expresa del Príncipe Sievert, se encontraba Frío. Todos ellos estaban en silencio, esperando a que el heredero tomara la palabra. Abierto de par en par, en medio de la mesa, se encontraba el pergamino que habían encontrado en la tumba del Rey Eniah. Su contenido se reducía a una palabra: “Venganza”, acompañada de un sello inconfundible: una flecha horizontal que atravesaba una luna en cuarto creciente.
– Bien –habló finalmente el descompuesto Servine. Su mirada delataba el inmenso dolor que lo consumía por dentro, pese a lo cual estaba cumpliendo su papel con una entereza admirable. El mensaje es del Reino de la Noche, no cabe duda. Lleva el símbolo distintivo del Castillo de Virendel. La pregunta que me carcome por dentro es: ¿Por qué? ¿Por qué se han llevado el cuerpo de mi difunto padre? ¿Por qué él, quien siempre se esforzó por tratar a ambos reinos por igual, con justicia e imparcialidad? Y, sobre todo… ¿Cómo han burlado la vigilancia del palacio y de la sala donde se encontraba el cuerpo de… –tragó saliva con dificultad– de mi padre?
– Mi príncipe, si me permitís –habló el longevo Serperior, que se llamaba Shaek–, la desaparición del cuerpo de vuestro padre es un delito sumamente grave. Personalmente, lo veo como una provocación a la corona, una ofensa imperdonable. En mi humilde opinión, el Reino de la Noche se ha sublevado contra su coronación, príncipe. ¡Y el Palacio Real debería responder, digo yo! Dicha traición debería ser castigada, por no hablar de la obligación de recuperar el cuerpo de vuestro difunto padre, digo yo… –el viejo Serperior acabó murmurando unas palabras inteligibles con la mirada perdida, probablemente juramentos contra el bando enemigo, al que nunca había perdonado.
– Mis afiladas hojas están a tu disposición, primo –la joven Servine colocó su pequeña mano sobre la de su pariente.
– ¡También mis puños! ¡Si usted declara la guerra, mi príncipe, déjeme jurarle que recuperaré el cuerpo de su, si me lo permite, grandioso padre e inigualable rey! ¡Lucharemos en su memoria! –la enérgica Floatzel se arrodilló junto a Sievert.
Un murmullo de asentimiento generalizado cubrió la sala, hasta que se escuchó una voz carraspeando, reclamando atención.
– ¡Ehem, ehem! –el anciano Scepter dio tres toques en el suelo con el extremo de su bastón para hacerse oír sin hablar demasiado alto. Cuando el silencio se hizo, comenzó a hablar–. Como todos sabemos, el cuerpo de nuestro difunto rey ha desaparecido misteriosamente. Nadie aparte de nosotros ha podido tener acceso a él, de modo que debemos plantearnos algún tipo de encantamiento o truco mágico. Creo que no debemos precipitarnos antes de tratar de dialogar con el Reino de la Noche, pues no veo razones por las que el Castillo de Virendel quisiera provocar la guerra después de tantos años de paz. Se nota –añadió sin mirar a nadie pero dirigiéndose sin ningún tapujo a los entusiasmados jóvenes que acababan de hablar– que no vivisteis en vuestras carnes la Guerra de los Caídos.
– Estoy totalmente de acuerdo con Sir Scepter –añadió secamente el Maestro Houdin, cuya analítica mirada había estudiado el entorno en silencio–. La guerra es algo serio, siempre va ligada a la muerte y al sufrimiento, y desde luego iniciar una no es algo que se deba decidir de la noche a la mañana...
– Mi príncipe –el Sceptile volvió a tomar la palabra para dirigirse directamente a Sievert–. Sabéis tan bien como yo que esto no es lo que vuestro padre hubiera querido. Todos los aquí presentes conocemos a Selise y a los miembros del Consejo de Virendel; y nuestras reuniones siempre resultaron productivas. Nunca me pareció que ansiasen más poder del que tenían, sino todo lo contrario. Siempre se mostraron pragmáticos, sinceros y deseosos de mantener la paz. Si tratáramos de dialogar ellos, tal vez podríamos encontrar la causa de este desafortunado incidente…
– Gracias, Scepter –lo cortó Servine, con una mirada sedienta de sangre que Frío desconocía en su amigo–. Agradezco tus sabios consejos, pero esto es algo que nunca ha ocurrido en la historia del Palacio Real. Es un insulto a mi familia, y lleva la marca del Reino de la Noche. Desconozco la razón por la que lo han hecho, probablemente quieren recuperar el poder, aprovechándose de la muerte de mi padre; no lo sé. En cualquier caso, teníamos un pacto de respeto y no agresión… y lo han roto de la forma más despreciable posible.
Frío admiró asombrado el cambio de personalidad que había sufrido su amigo el príncipe. La desolación y la búsqueda de venganza habían cegado por completo la valiosa sensatez que lo caracterizaba. El Golduck observó, en silencio, cómo el anciano Scepter y el Maestro Houdin se miraban de reojo, aparentemente preocupados. El Príncipe Sievert se levantó de su asiento y clavó una colérica mirada en la hermosa cristalera que cubría el techo de la estancia.
– El Palacio Real no olvida. El Palacio Real declara la Guerra. ¡En tu honor, padre!
La figura del joven Servine quedó recortada por los rayos de sol que entraban a través de la cristalera, pugnando por entrar. Su cuerpo se alargó y aumentó considerablemente de tamaño, perdiendo en el proceso sus brazos y piernas. Su cuerpo beige cambió de color, tornándose de una selvática tonalidad verde, surcada por hermosas franjas amarillentas que parecían emular el crecimiento de las plantas. Por último, su rostro se alargó y dos largos cuernos amarillos crecieron tras su cabeza, otorgándole un aspecto majestuoso y señorial. El príncipe se había transformado. Jamás se había parecido tanto a su progenitor.