Autor Tema: [Fanfic] Lazos de Sangre  (Leído 2436 veces)

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miguelx

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[Fanfic] Lazos de Sangre
« en: 17 de Agosto de 2016, 11:38:36 pm »



LAZOS DE SANGRE
¿Recuerdas quién eres?


Hola a todos, me llamo Miguel. Empecé este fan fic hace unos tres años y lo abandoné por diversas razones, pero con el paso del tiempo me he dado cuenta de que necesito completarlo. Aunque la mayor parte de la historia está ya escrita, estoy reescribiéndola por completo mientras lo compagino con mis estudios. No sé si lograré escribir con la constancia que me gustaría, pero intentaré publicar un capítulo semanal.

Quiero aclarar que el fic abarca las historias de varios personajes, y habrá muchos narradores diferentes. Todas las historias son paralelas, dependientes y están interconectadas. Además, en todos los capítulos hay flashbacks para conocer el pasado de cada personaje; si algo no queda claro o tenéis alguna duda, preguntadme lo que sea en los comentarios.

¡Un saludo y gracias por pasaros!


Ficha técnica

- Título: Lazos de sangre. ¿Recuerdas quién eres?
- Autor: miguelx
- Temática: Pokémon
- Género y Clasificación: Acción / Drama / Bélico / Romance [+16]
- Extensión: Relato por capítulos. Publicación irregular.
- Críticas y comentarios: ¡Aquí!


Sinopsis

La vida del ladronzuelo callejero Liam da un giro inesperado cuando se ve obligado a coger un billete de tren hacia rumbo desconocido, dejando su hogar atrás. Mientras tanto en el Mundo Pokémon, un Golduck despierta sin recordar nada de su pasado, viéndose de repente como un importante peón en medio de la Gran Guerra que enfrentará a los viejos enemigos: el Bando de la Luz contra el Bando de la Noche, como ya ocurrió 30 años atrás. Pero detrás de los viejos rencores se esconde una amenaza mucho más peligrosa que los obligará a recordar. Y tú... ¿recuerdas quién eres?


Capítulos

Capítulo 1 | El prisionero (FRÍO)
Capítulo 2 | La verdad (T. MAGGOR)
Capítulo 3 | De ninguna parte (GARRA)
Capítulo 4 | Los Hijos de Artemis (FRÍO)
Capítulo 5 | La Sombra de Thorn (BRUTUS)



Mapa

* Se irá actualizando conforme aparezcan nuevas localizaciones en la historia.
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Personajes

Palacio Real
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Sede central del Reino de la Luz, situado en el este de la región. Desde la Guerra de los Caídos, es la capital de ambos reinos.

- Rey Eniah (Serperior). Rey y Gobernador de los Dos Reinos. Bondadoso y justo, es apreciado por todos en el Reino de la Luz y por gran parte del Reino de la Noche, pues fueron él y su fallecida esposa quienes pusieron fin a la Guerra de los Caídos.
- Sievert (Servine). El príncipe heredero, hijo mayor del rey Eniah. Aventurero como ninguno, nunca se ha mostrado ilusionado por gobernar.
- Frío (Golduck). Es el más leal caballero del príncipe Sievert. Serio y reflexivo, le gusta meditar en solitario. No controla muy bien sus facultades psíquicas. Tiene un pasado desconocido.
- Scepter (Sceptile). El más viejo y hábil caballero del palacio, que sirve a la Familia Real desde antes de la Guerra de los Caídos, en la que luchó al lado del rey Eniah. Nadie conoce su origen, pero es famosa su habilidad para la lucha.
- Morin (Machamp). Comandante de la Guardia Real. Está al mando de una patrulla de poderosos pokémon que se encarga de velar por la seguridad del Palacio Real y de sus habitantes.
- Audino y enfermeros Ledian. Se dice que el médico de la Familia Real aprendió remedios que nadie más conoce en lo más profundo de los más recónditos bosques. Suele ir acompañado de sus enfermeros Ledian.


Castillo de Virendel
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Núcleo del Reino de la Noche, situado en el oeste de la región. La dinastía Lucario, que siempre gobernó sobre los pueblos de la Noche, siempre han vivido aquí. Desde la Guerra de los Caídos, el Castillo está subordinado al Palacio Real. Los gobiernos de ambos bandos discuten y se ponen de acuerdo para la toma de decisiones, pero no todo el mundo quedó contento con que la centralización de poder recayera sobre el Reino de la Luz.

- Selise (Lucario). Actual princesa del Reino de la Noche. De temperamento sereno y decidido. Siempre ha tenido claro su papel y asume sus responsabilidades, aunque en ocasiones le gustaría que dicho cargo no recayera sobre ella.
- Yvenne (Lucario). Fallecida. Fue la tía de Selise y la esposa del Rey Eniah. Murió de una enfermedad años después de la Guerra de los Caídos.
- Ellie (Mismagius). Consejera e informadora de la princesa. Es una vieja algo alocada, que aprecia a Selise como si fuese su propia nieta.
- Chatot (Chatot). Parlanchín y nervioso, Chatot hace de vigía para Selise y grita órdenes por todas partes cuando hay algún acontecimiento en el castillo.
- Gran Maestre Kann (Kangaskhan). El anciano Kann ha cuidado de Selise desde que esta era una niña, y ha permanecido con la dinastía familiar durante generaciones.
- Capitán (Carracosta). Un imponente líder de tropas con quien nadie discute. Batalló en primera fila durante la Guerra de los Caídos, lo que le ganó el máximo puesto de infantería en el Castillo de Virendel. 
- Nathan (Manetric). Un impetuoso y velocísimo Manetric que hace las veces de embajador del Castillo de Virendel.
- Teniente Maggor (Empoleon). De gran porte y respetado por todos en el castillo, tiene grandes habilidades para la batalla, pero no le gusta llamar la atención.
- Adriel (Mienshao). Guardaespaldas personal de la princesa Selise, en quien ella deposita toda su confianza. Es silenciosa y educada, pero muy rápida en batallas de cuerpo a cuerpo.
- Fill (Armaldo). Primer Subalterno del Capitán. Es un bonachón, pero se dice que en el campo de batalla cambia hasta parecer otro.
- Teran (Nidoking). Segundo Subalterno del Capitán. Tiene un carácter malhumorado pero hay quienes dicen que es solo una imagen que pretende dar.
« Última modificación: 23 de Septiembre de 2016, 01:31:56 am por miguelx »



miguelx

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Capítulo 1. El prisionero
« Respuesta #1 en: 18 de Agosto de 2016, 12:39:04 am »
Prólogo


Hace treinta años, en el mundo pokémon estalló un grave conflicto. Por diversas razones políticas, económicas y genéticas, lo que comenzó con leves hostilidades se acabó transformando en un exterminio masivo entre los dos grandes reinos. El Bando de la Luz, que gobernaba la mitad este de la región, contra el Bando de la Noche, al mando de la mitad oeste. Pokémon inocentes se vieron arrastrados a combatir a vida o muerte contra sus supuestos enemigos, en pos de un objetivo tan codicioso como estúpido: lograr que su Bando dominara la región. El enfrentamiento no distinguía de lazos: la muerte alcanzaba a hermanos, padres, hijos, amigos.

Cuando todo parecía perdido, en un acto desesperado, dos enamorados arriesgaron sus vidas para lograr la paz: el Rey Eniah –gobernador del Reino de la Luz– e Yvenne –miembro de la nobleza del Reino de la Noche– se aliaron para acabar con la absurda matanza por parte de sus pueblos. La ingente cantidad de sangre derramada hizo que la contienda acabase conociéndose como La Guerra de los Caídos.




Capítulo 1. El prisionero
(FRÍO)



*  Pasado | Mundo humano  *


“Ras, ras, ras, ras.”

Los ágiles y sucios pies descalzos hacían un ruido seco al golpear las losas desencajadas del barrio más viejo de la ciudad. El joven miró hacia atrás para asegurarse de que nadie lo observara, dejó de correr y se ocultó entre las sombras. "Perfecto", se dijo mientras estudiaba la escena. Los vendedores del mercadillo de la Plaza Mayor voceaban las ofertas de final de la tarde; era su hora. La hora del ladrón.

Sin pensarlo dos veces, salió velozmente de su escondite, cruzó varios puestos de comida de la plaza y se coló discretamente bajo una mesa llena de fruta, aprovechando que era el rincón más concurrido. Oculto entre cajas y cajas, introdujo con prisa varias manzanas de la caja más cercana en su jubón. Después se echó el saco a la espalda y se dispuso a esperar el momento perfecto. Lo difícil no era tomar la fruta, sino huir con ella sin que nadie se diese cuenta.

– ¡Le aseguro que no encontrará mejor oferta, señora! –gritaba el tendedero detrás de la mesa; el ladrón, desde su afortunado escondite a ras de suelo, pudo ver sus feos y grasientos pies a través de las chanclas. Ya conocía al tendedero; era opulento, sudoroso y lucía un enorme bigote que le cubría gran parte de su rostro. Pero, por encima de todo, era antipático y egoísta. Y por era su objetivo preferido.

El ladrón de fruta esperó con calma, siempre alerta, buscando un instante en que el desagradable frutero dejara de vociferar y el mercadillo se despejara un poco, pero el negocio parecía alargarse aquella tarde. Suspirando por la decisión que se había visto obligado a tomar, miró a su alrededor hasta localizar un enorme barril lleno de limones. Inspiró, cogió fuerzas y dio una fuerte patada al barril con su pie descalzo, esparciendo decenas de cítricos por todo el suelo y originando un revuelo en los alrededores. Aprovechando la distracción, salió disparado de su escondrijo y comenzó su huida entre la multitud, sujetando con cuidado el botín para no perder una sola manzana.

– ¡Me has robado, hijo de perra! –salivó el tendedero con furia, señalando con su grasiento dedo al joven que se escabullía fuera de la plaza. Por supuesto, él grasiento hombre también lo conocía a él–. ¡Al ladrón, al ladrón!

Al momento, dos ayudantes del bigotudo frutero salieron corriendo detrás del prófugo. El ladrón sonrió para sí al sentirse perseguido; logró alcanzar el límite de la Plaza Mayor y se adentró por una de las tortuosas calles que tan bien conocían sus pies.

“Ras, ras, ras, ras.”

Sus dos persecutores respiraban agitados mientras lo perseguían con decisión. Aquello era lo que más le gustaba: la explosión de adrenalina en su interior lo hacía sentirse vivo. Tras unos minutos de persecución, el joven ladrón se detuvo y se dio la vuelta, enfrentando a sus dos contrincantes con mirada desafiante. Aprovechando la confusión de estos, golpeó la pierna de uno de ellos con su saco de manzanas, haciéndolo perder el equilibrio y caer seguidamente contra el mugriento y maloliente suelo empedrado.

El segundo individuo, pasmado por el inesperado enfrentamiento, se lanzó hacia su presa con poca decisión. Pero su víctima era más delgada y hábil en el arte de los golpes bajos; impulsándose con sus fibrados gemelos, se lanzó en dirección al individuo y saltó en el último momento con fuerza, pasando por encima de este. Asombrado, el hombre trató de agarrarlo de un brazo pero el ladrón lo esquivó y le propinó un certero golpe con su pie derecho, haciéndolo trastabillar para hundirse en un maloliente y abundante montón de bolsas de basura rotas, entre peladuras de plátano y comida podrida. Más torpemente de lo que les hubiese gustado, los dos individuos se reincorporaron con furia para vengarse, pero el ladrón había desaparecido.

Tras asegurarse de que nadie lo había seguido, el joven se introdujo por las sinuosas y desgastadas callejuelas hasta llegar a un viejo y estrecho callejón sin salida, donde encontró al viejo mendigo Arthur tocando con triste serenidad su molido acordeón. Como siempre, estaba sentado en el suelo sobre un aceitoso cartón y apoyado contra la pared.

– Gracias, muchacho –dijo el anciano con una arrugada sonrisa cuando el joven le tendió una manzana–. Ten cuidado, esos cabrones de la ciudad meterían antes en la cárcel a un joven robando comida que a los políticos y banqueros. Esos sí que son verdaderos delincuentes... ¡Expertos, diría yo!

El ladrón de fruta devolvió la sonrisa al anciano y se despidió. Callejeó un rato escuchando el "ras, ras, ras" de sus pies descalzos sobre la húmeda y fría calzada del barrio viejo –debía reconocer que disfrutaba de sus carreras por las callejuelas de la ciudad; después de todo, ese era su hogar– hasta que comenzó a trepar sin aparente esfuerzo –ayudándose de ladrillos salidos y muescas– por un viejísimo edificio descolorido cuyas paredes subió con la destreza de un mono y la desenvoltura propia de alguien que suele escalar a menudo. Cuando finalmente llegó al tejado –una superficie plana de ladrillo desgastado desde el que podía admirarse toda la ciudad–, se secó el sudor con el dorso de su mano, dejándose caer sobre el tejado. La cacería del día había llegado a su fin.

Se trataba de un muchacho de unos veinte años. Llevaba una sucia camiseta gris de un par de tallas más de las que le correspondían, y unos pantalones cortos desgarrados que dejaban entrever unas delgadas y fibrosas piernas, así como lo estaban sus brazos. El joven albergaba la musculatura propia de un joven acostumbrado al ejercicio físico pero sujeto a una mala alimentación. Las piernas desembocaban en unos pies manchados y con la resistencia de hierro de quien no tiene dinero para un par de zapatos. Su despeinado pelo cobrizo, su rostro tostado y curtido y unas mandíbulas marcadas, quedaban eclipsados por la mirada grave y analítica que desprendían sus intensos ojos verdes ante todo lo que observaban.

El joven se levantó y caminó con soltura por el solitario tejado, admirando la extensa metrópoli que se levantaba a sus pies, bajo el colorido cielo rosáceo del atardecer. Decenas de metros más abajo se mezclaban las luces, los coches, las prisas, las personas. Tras sentarse en el borde del edificio, con toda la ciudad a sus pies, introdujo la mano en su bolsillo y sacó una bella armónica de caoba, en la que podía leerse grabado el nombre de la persona que se la había regalado: ZACH. Comenzó a soplar suavemente por los orificios del instrumento y la tranquila melodía lo consumió por unos minutos, mientras el cielo se oscurecía como un manto que cubriera la mágica ciudad.

– Ese ritmo es nuevo –se escuchó la suave voz de una mujer; una voz melódica, atrapante y serena como la belleza de un buen atardecer–. Me gusta.

El bandido sonrió y observó de reojo cómo Neia se sentaba junto a él en el alféizar del –ya no tan solitario– tejado. Las pestañas de la recién llegada bailaban mientras, sentada como él en el borde del edificio, sus piernas jugaban sobre el abismo. Echó la cabeza para atrás y disfrutó en silencio de cómo el viento de las alturas removía con furia su tupida melena de mil tonalidades oscuras. Sus fogosos ojos violáceos se dirigieron a su compañero.

– ¿Qué me dices, Liam? ¿Cenamos? –Neia llevaba un raído jersey azulado que le llegaba hasta las rodillas, prenda que, pese a no ser muy femenina, la hacía parecer una belleza del ocaso.

Este asintió, distraído, observando los discretos labios que tan dulcemente se movían. La chica abrió un pequeño bolso que le colgaba de la fina cintura, descubriendo varios trozos de pan duro y un apetitoso pedazo de queso. Los dos jóvenes devoraron su pequeño festín mientras contemplaban, uno junto a otro, la noche estrellada renaciendo sobre sus cabezas. Como cada atardecer.



*  Presente | Palacio Real  *


– Sir Frío –lo apeló una voz seria y grave que lo distrajo de sus pensamientos. No comprendía por qué, pero todavía le sonaba raro cuando lo llamaban por su título de caballero.

"¿Otra vez el mismo sueño?"

Frío sacudió la cabeza y vio frente a él al sabio y anciano Scepter, examinándolo con una ceja levantada.

– El Heredero os reclama –dijo secamente, como solía ser habitual en su trato hacia los demás.

Scepter servía a la Familia Real desde hacía incontables años, era un íntimo allegado del rey y se decía que habían combatido hombro con hombro en la Guerra de los Caídos. Era un Sceptile de porte sereno y majestuoso; su color verde clareaba por la edad y nunca se separaba de su bastón de madera tallada, gracias al cual era famosa su habilidad para el combate. Una larga barba grisácea le llegaba casi hasta el suelo.

– Por supuesto, sir Scepter –contestó el aludido, comenzando a caminar.

El Sceptile le sostuvo la puerta de los Aposentos del Rey y Frío pasó en silencio, bajo su penetrante mirada. El espectáculo dentro era desesperanzador. Postrado sobre la cama y cubierto con varias mantas, el decrépito rey Eniah se aferraba a la vida como malamente podía. Se trataba de un Serperior muy desmejorado, cuya salud no era difícil de adivinar si se observaba su semblante tembloroso y la multitud de escamas blancas y secas que caían de su cuerpo; aún así, sus firmes ojos oscuros y su considerable tamaño, dejaban notar que en el pasado había sido un imponente ejemplar.

Frío no podía evitar recordar la historia de La Guerra de los Caídos cada vez que miraba al rey Eniah a los ojos. Él no la había vivido, claro, pero la había escuchado cientos de veces. Dicha guerra había enfrentado al Reino de la Luz contra el Reino de la Noche treinta años atrás. Tras ocasionar miles de muertes inocentes, el enfrentamiento había finalizado gracias a la consolidación del matrimonio entre Eniah, gobernador del Reino de la Luz, e Yvenne, miembro de la nobleza del Reino de la Noche. Cierto es que los acontecimientos no transcurrieron todo lo felizmente que se hubiese deseado, pero lo cierto es que se consiguió una tregua entre los dos bandos –mediante el famoso Tratado de Espesaura–, acabando así con la sangrienta matanza. Por mutuo acuerdo, se estableció que el Palacio Real –situado en el este de la región, en el denominado Reino de la Luz– se convertiría en la capital de ambos reinos, donde vivirían el Rey Eniah y la Reina Yvenne, en un intento por facilitar la economía, comunicación y progreso de la región.

El médico de la familia, un atareado Audino, atendía al moribundo rey de forma paciente pero apresurada con ayuda de tres enfermeros Ledian que aleteaban sobre la habitación, llevando de un lado para otro pócimas y paños húmedos. A pesar del constante esfuerzo del doctor y sus ayudantes, del apoyo de sus familiares y de su pueblo... El antaño formidable Rey Eniah se debatía duramente entre la vida y la muerte.

– Aguanta, padre. No me dejes solo.

El príncipe Sievert, un afligido Servine, se hallaba inclinado sobre la cama, suplicando a su padre con los ojos. Frío recordó cómo había rogado al médico de la familia que hiciera lo que hiciese falta para salvar a su padre. "Lo siento, mi príncipe, pero no existe cura para la muerte natural. Su padre el monarca está muy débil, y ni siquiera los más poderosos son capaces de burlar a la muerte", le había respondido este. Sievert se había derrumbado, aunque en el fondo prefería que su padre dejase de sufrir. Frío apoyó su azulada garra palmeada sobre el hombro escamoso de su amigo. Era para eso que lo había mandado llamar; únicamente necesitaba la compañía de alguien en quien confiaba.

– Agradezco que hayas venido, Frío.
– Príncipe, tal vez fuera mejor que salierais un rato a despejaros.
– Gracias por preocuparte, amigo mío, pero debo estar con él.

Frío asintió, comprensivo, y esperó al lado de quien era su único amigo. El tiempo transcurría lento y en silencio, en cruel armonía con el sufrimiento del monarca. A pesar de la situación, sin embargo, había algo que Frío no conseguía quitarse de la cabeza.

"Es al menos la décima vez que tengo ese sueño… ¿Por qué? ¿Quiénes es esos seres a dos patas sin pelo, ni plumas, ni escamas? ¿Qué es esa extraña ciudad, y dónde está?"

El rey murmuró unas palabras ininteligibles y su cuerpo se retorció entre espasmos y temblores convulsivos.

– Scepter – logró articular el decrépito Rey Eniah.

El viejo Sceptile, silencioso y elegante como el otoño, se acercó a la cama e inclinó su cabeza junto a la de su viejo compañero de guerra. El moribundo Rey Eniah susurró unas palabras, no sin esfuerzo, al oído del reptil. Frío no pudo evitar cerciorarse de la mueca de sorpresa que adquirió durante una milésima de segundo el rostro de Scepter. ¿Qué le habría dicho el monarca?

– Frío... –esta vez el rey se dirigía hacia él. El apelado disimuló el asombro que le produjo el haber sido pillado desprevenido en tan inoportuno momento, divagando sobre su sueño... otra vez. Pero por suerte hacía honor a su nombre; todos lo conocían por ser reservado, imperturbable y por hablar únicamente cuando alguien preguntaba su opinión. Eniah clavó en él sus sabios ojos, cuyos párpados parecía costarle un gran esfuerzo mantener abiertos–. Por favor... –un arranque de tos interrumpió al monarca, a quien le costó varios segundos recuperarse, desplomándose de nuevo en la cama–. Por favor, cuida de él.

Frío supo que se refería a su hijo.

– Por supuesto, mi señor. Por mi honor de caballero.

El rey Eniah pareció dedicarle una leve sonrisa de agradecimiento, antes de ahogar un grito por sus múltiples dolores. Posteriormente giró la cabeza lentamente hacia su hijo.

– Hijo mío… –el monarca le dirigió una cálida mirada, orgullosa y a la vez desesperada, a su único heredero.
– Padre...

Los ojos del príncipe reflejaban el desconsuelo y la furia contenida, pero de ellos no salió una sola lágrima. Con voz calmada, les solicitó al resto de los presentes que los dejara a solas con su padre. El médico, sus enfermeros, Frío y el viejo Scepter abandonaron los Aposentos Reales. El resto de los habitantes del Palacio Real permanecían incapaces de realizar sus tareas, con las cabezas agachadas y sin mediar palabra, mientras el tiempo consumía las horas de vida del enfermo.

Frío decidió salir fuera del Palacio Real para respirar algo de aire fresco. Atravesó el enorme salón, los pasillos tapizados de verde, la belleza arquitectónica de los elevados techos abovedados... para finalmente alcanzar la Puerta Sur del palacio. Una vez fuera, admiró la imponente figura del palacio desde el exterior, y después los exuberantes bosques y jardines, el amplio cielo azul y el sosegado lago de color índigo –conocido por todos como Lago Nostos– que rodeaba la construcción.

Al contrario que la mayoría de los palacios, que se encontraban en lo alto de una colina para visualizar con mayor facilidad los ataques enemigos, el Palacio Real se situaba en medio de una impresionante arboleda, un inmenso paisaje boscoso dentro del cual se habían criado todos los habitantes del Palacio, haciendo de este el medio en el que mejor se defendían.

El portón principal, sin embargo, también conocido como Puerta Norte, daba lugar a la preciosa y bien conservada ciudadela de piedra que se extendía a los pies del Palacio Real; por dicha entrada acudían los ciudadanos y aldeanos cercanos a realizar sus peticiones y quejas. Antaño había estado rodeada por gruesas murallas, pero al firmar el Tratado de Espesaura, tanto el Bando de la Luz como el de la Noche acordaron derribar las murallas de sus ciudades, como gesto de buena fe.

La ciudadela siempre bullía de vida. Sin embargo, aquella tarde no se escuchaba el menor susurro: no había risas, ni voces, ni niños correteando. Tampoco graznidos en el aire, pues ni un sólo pokémon pájaro surcaba los cielos. Los habitantes de la ciudadela no mediaban palabra; todos ellos aguardaban apenados el final del monarca que hasta ese día, fiel y justamente los había gobernado. Frío cerró los ojos.



*  Pasado | Palacio Real  *


"¿Qué es esto que siento? Agh, la cabeza me va a estallar. Es insoportable este dolor. ¿Dónde estoy?"

En un inútil intento por calmar su dolor, el afectado se sujetó la frente con las manos, de pulida tonalidad azul y cuyos dedos terminaban en unas... ¿zarpas? Mirando a su alrededor, se dio cuenta de que estaba tendido sobre un charco de agua en el suelo de un largo y elegante pasillo de ladrillo oscuro, cubierto por ostentosos tapices verdes y multitud de antiguos cuadros. Confundido, se levantó y observó su cuerpo. Su piel tenía una tonalidad azul acerada que tenía un tacto asombrosamente resbaladizo, como si estuviese recubierta por una capa de cera protectora. Sus brazos y piernas, del mismo color azul, terminaban en manos y pies con largas garras y entre cuyos dedos se extendían unas membranas de color claro, generando así unas extremidades palmeadas, propias de un individuo que está acostumbrado a desplazarse en medios acuáticos. Miró por detrás de su hombro y vio una larga cola que resultaba ser, para su sorpresa, increíblemente útil para mantener el equilibrio. Por último, observó su rostro reflejado en el charco de agua sobre el cual había despertado: sus ojos tenían un intenso color verdoso, su boca consistía en un largo y afilado pico de color claro, una especie de perla roja estaba clavada en su frente y cuatro protuberancias en forma de cono se extendían sobre su cráneo.

"¿Pero qué...? ¿Qué soy? ¿Qué es este lugar?"

Confundido, flexionó sus dedos, movió la cola y se palpó la perla de su frente. Resignado ante su incomprensión, decidió atravesar el largo pasillo tapizado en el que se apreciaban numerosas pinturas enmarcadas, iluminadas por diversas lámparas de araña que pendían del techo. Sin saber muy bien cómo proceder, observó detenidamente el cuadro que tenía más cerca. En este se representaba una escena con dos claros protagonistas: una alargada y señorial criatura verde de aspecto reptiliano y con dos magníficos cuernos amarillos en la cabeza, junto a un ser bípedo con pelaje azul y beige, que portaba un pincho en el centro de su pecho y otro en cada una de sus manos. Espalda con espalda, los dos extraños individuos mantenían una fiera pelea contra nada menos que seis seres de diversas formas y tamaños, que los rodeaban desde múltiples ángulos. Sin embargo, los dos protagonistas de la pintura demostraban, con sus fieras miradas y sus altivas posturas, que no iban a ser doblegados por sus enemigos.

"Qué pintura tan extraña. ¿Qué serán estos seres?"

Incapaz de concentrarse, como si estuviese soñando, sus pensamientos se vieron interrumpidos por un carraspeo. El individuo giró la cabeza para contemplar la aparición de tres individuos –no se le escapó el detalle de que estuviesen recubiertos con corazas– que habían aparecido por el extremo opuesto del pasillo. Cada uno de ellos tenía diferente forma y tamaño, pero todos eran considerablemente más grandes e imponentes que él. En la zona del pecho, grabado en sus corazas, se podía apreciar un símbolo de dos bastones de madera entrecruzados.

– ¡Eh, tú! ¿Quién eres? –solicitó con voz firme el que parecía estar al mando. Era un individuo con piel de tono gris oliváceo, increíblemente musculado, con cuatro poderosos brazos y tres crestas surcando su cráneo, que era minúsculo en comparación con el resto de su fornido cuerpo.

El individuo apelado miró a su interlocutor, todavía sin comprender nada, e hizo lo primero que se le ocurrió: correr en dirección contraria. Sorprendido por su propia agilidad, se dirigió al final del pasillo hasta chocar con dos individuos más que acababan de emerger por su única vía de escape. Miró hacia un lado y hacia otro, viéndose rodeado por todas partes.

– Soy el Comandante de la Guardia Real y exijo saber qué haces aquí. ¿Quién eres y cómo has entrado? –el tono de voz no admitía dudas ni respuestas equivocadas. Pero no se puede ser coherente cuando no entiendes quién ni qué eres, ni dónde estás, y tu cabeza está a punto de estallar.

Los individuos cerraron el espacio libre, cercándolo cada vez más. Todavía sin articular palabra, observó el triste panorama en que se encontraba, incapaz de recordar quién era, qué hacía allí, por qué lo estaban persiguiendo, y comprobando, nervioso, que sus jaquecas estaban haciéndose más intensas a una velocidad alarmante.

"Este dolor de cabeza me va a matar. ¿Qué está pasando? No puedo más."

Los individuos se acercaron todavía más.

"No. No, por favor. ¿Por qué me persiguen? ¿Qué está pasando? Quiero que acabe esta agonía."

– ¡Cogedlo, soldados! ¡Lo quiero inmovilizado hasta que explique qué mierdas hace aquí! –Gritó el cabecilla que comandaba al resto, confuso ante la incapacidad de reacción del individuo palmeado.

Este retrocedió, asustado, observando cómo todos los atacantes lo acorralaban contra la pared. Sus garras palmeadas se agarraron a su cabeza de nuevo, en un intento desesperado de acabar con el dolor. Mientras tanto, dos de los soldados se lanzaron a por él, siguiendo las órdenes del comandante. Para bien o para mal, sin embargo, no llegaron a ponerle las manos encima. Todo ocurrió en una milésima de segundo.

"Siento la cabeza a punto de estallar. No puedo más con esa tortura, no puedo aguantarlo. "

El acorralado se dejó absorber por el dolor, su frente brilló con una intensa luz rojiza y sintió una poderosa onda de energía que salió disparada de la perla de su cabeza, arrasando con violencia todo lo que cubría su campo de visión, incluyendo a sus perseguidores. Acto seguido se desmayó.


***


Lentamente, como si estuviese drogado, sintió cómo recuperaba la consciencia de nuevo.

– Parece que está despertando.
– Príncipe, ¿estáis seguro de que deseáis permanecer aquí? Es peligroso.
– No te preocupes, Morin, sé cuidar de mí mismo. No parece extremadamente fuerte, pero hace mucho aprendí a no fiarme de las apariencias. ¿Dices que os abatió a todos con Psíquico?
– Sí, mi señor, suerte que todos llevábamos el uniforme de la Guardia. Por suerte se desmayó y pudimos capturarlo. Se movía extremadamente rápido, mi señor.

A pesar de lo muchísimo que le pesaban los párpados, consiguió abrir los ojos. Lo primero que logró enfocar fue una fila de barrotes verticales oxidados. No le costó comprender que se encontraba en un pequeño cubículo frío y húmedo, encerrado. Una prisión. A través de la fila de barrotes, reconoció dos sujetos: uno de ellos era el Comandante de la Guardia Real contra el que había peleado, el individuo musculado de los cuatro brazos. El otro era una delgado reptil alargado de tonos verdes y beige, cuya cola acababa en una especie de hoja. De porte altivo y seguro de sí mismo, llevaba una ligera capa ceñida al cuello con un broche en forma de corona, lo que permitía deducir que era alguien importante.

– Hola, asaltante. ¿Quién eres y cómo has entrado al Palacio Real? –el joven reptil clavó en él una profunda mirada de ojos granates.

El prisionero se incorporó, todavía con severas jaquecas, y enfocó a los dos sujetos con desconfianza desde su celda.

– No lo sé.
– ¿No sabes cómo has entrado aquí?
– No recuerdo nada. Desperté en este lugar.

El príncipe lo intentó de nuevo.

– Siento que mis guardias te atacaran. Es inusual ver a desconocidos en el palacio, y en los tiempos que corren… Quiero liberarte, pero para poder hacerlo necesito que seas sincero. Me llamo Sievert y soy el príncipe del Palacio Real; aunque no por gusto, te lo aseguro. Este de aquí es Morin, el Comandante de la Guardia que, como ves, es un Machamp. ¿Cuál es tu nombre?
– No lo sé.
– Está bien… Morin, déjanos solos.
– Mi señor…
– Estaré bien.

Morin se inclinó lo más finamente que pudo con su musculado y grueso cuerpo antes de abandonar la estancia a través de un largo pasillo de piedra pulida que separaba celdas a uno y otro lado, hasta desaparecer por el grueso portón de madera que debía –supuso el prisionero– aislar la prisión del resto del Palacio.

– Ahora estamos solos. ¿Quién eres?
– Estoy diciendo la verdad. No lo recuerdo. Aparecí aquí.

Sievert lo miró con curiosidad y abrió la puerta de su celda con una enorme llave que descolgó hábilmente de las húmedas y mohosas paredes de aquella prisión. Por el olor a húmedo que había en el ambiente, debían estar en el subsuelo.

– ¿Por qué… por qué me liberas?
– Veo sinceridad en tus ojos. Vamos, puedes salir. Eres libre.

Desconfiado, el recién liberado se dispuso a salir de su cubículo, cuando una celda adyacente se abrió de golpe y de ella saltó un obeso felino cuadrúpedo de largos bigotes y una gruesa cola en tirabuzón. En una milésima de segundo, el felino dirigió una garra de afiladísimas uñas al fino cuello del príncipe, sin darle tiempo a reaccionar.

"Oh no, otra vez no."

Antes de que la garra alcanzara al príncipe, el preso liberado gritó de dolor y sintió, de nuevo, cómo una luz rojiza emanaba de su frente mientras el gordo atacante quedaba suspendido en el aire, como paralizado por una fuerza invisible, para después ser lanzado violentamente contra una de las paredes. El enorme felino tardó unos segundos en levantarse tambaleante, les bufó con furia y corrió por el largo pasillo –que minutos antes había recorrido el tal Morin con sus cuatro ultra-musculados brazos– hasta perderse de vista por la puerta.

El preso liberado sintió cómo se desmayaba. Otra vez.


***


Cuando abrió los ojos, se encontraba tumbado sobre el frío pasillo de la extraña prisión subterránea. El Príncipe Sievert se hallaba inclinado sobre él, jadeando todavía por lo acontecido, asimilando lo que acababa de ocurrir.

– Oye, ¿estás bien? ¿Sueles desmayarte a menudo? –le preguntó el príncipe, que estaba entre preocupado y agitado–. Esta vez solo has perdido la consciencia durante unos segundos.
– Sí, creo que estoy bien... –contestó el prisionero tocándose de nuevo la frente, que parecía ser el centro del dolor cada vez que liberaba energía y se desmayaba.
– Veo que no me equivocaba contigo. ¿Cómo eres tan rápido?
– Es extraño, siento mucha energía en mi interior, pero no sé cómo canalizarla. Ni siquiera sé cómo lo hago. La cabeza me estalla, y después me desmayo. ¿Qué clase de criaturas sois… somos?
– ¿Qué clase de criaturas conoces tú?
– … No lo sé. Pero me siento algo raro, como si no perteneciese a este lugar.
– Um, qué curioso... En cualquier caso, gracias por salvarme la vida. Es la segunda vez que ese desgraciado de Purugly trata de asesinarme, no entiendo cómo ha conseguido escapar. Nunca había fallado ninguna puerta, todas ellas fueron forjadas por los mejores pokémon Acero del palacio, y nuestros pokémon Psíquico las cargan de hechizos para evitar todo intento de fuga. Bueno, confío en que la Guardia lo haya atrapado antes de escapar del Palacio.
– ¿Qué es un pokémon?
– ¿Que qué es...? –comenzó incrédulo el príncipe–. Vaya, me encantaría saber qué te ha ocurrido para que no recuerdes nada. ¿Quieres saber dónde estás? Esto es el Palacio Real. Tú, yo y todos los habitantes de este mundo somos pokémon. Es como una forma de llamar a todos los seres vivos que habitamos esta tierra. Es un término general, como los árboles, las estrellas o las piedras. Y al igual que hay varios tipos de árboles, hay muchos tipos de pokémon. Yo soy un Servine, de tipo Planta. Y tú… tú eres un Golduck, de tipo Agua.
– ¿Un... Golduck?
– Sí, y uno muy rápido, por cierto. Si eres así en suelo firme no me quiero imaginar en el agua. ¿Seguro que no recuerdas tu nombre?
– No.
– Eres un pokémon muy hábil. Mientras tratas de descubrir qué haces aquí… ¿Te apetece residir en la corte con nosotros? Serías un guerrero muy útil. Por mi parte, te ayudaré en todo lo que pueda a que descubras tus orígenes y cómo apareciste aquí. A lo mejor sufriste un traumatismo craneoencefálico, el doctor del palacio me dijo una vez que provocaban pérdidas de memoria muy graves. ¿Qué me dices? ¿Aceptas?

"Me siento confuso, odio no comprender lo que pasa. ¿Me dejo ayudar por este... pokémon, a quien no conozco, o debría huir a pesar de no conocer absolutamente nada de lo que me rodea?"

– Está bien, me quedaré. Agradezco tu ofrecimiento, pero no acataré órdenes de nadie. Al menos no hasta que entienda qué me ha pasado.
– Como gustes, tu destino está en tus zarpas. Pero debemos buscarte un nombre. Eres silencioso y veloz, pareces desconfiado y arisco. ¿Qué te parece si te llamamos... Frío?

Frío asintió mirando al príncipe, pensando que al menos tenía un lugar.



*  Presente | Palacio Real  *


La gigantesca campana de la torre más alta del Palacio Real sonó tres veces, transmitiendo la noticia a toda la ciudadela que se abría a los pies del Palacio Real.

“El rey ha muerto”, cantaban con su triste sonete.

Frío observó extrañado el objeto que siempre llevaba consigo desde que despertase en aquel pasillo del palacio: un pequeño rectángulo de madera con varios orificios que al soplar producían bellos sonidos agradables para el oído. Aún estaba practicando, pero desde el principio había tenido cierta habilidad para usarlo, como si lo llevase en la sangre o ya conociese su funcionamiento antes de probarlo. Cerrando los ojos, sopló para producir una calmada y triste melodía en honor al rey fallecido, hasta que el viento se llevó la canción a lo más profundo de los hermosos bosques, donde seguro que permanecería para siempre el alma del querido rey.

Cuando terminó, Frío observó el instrumento, manejándolo entre sus zarpas palmeadas. Tallados en la madera, se podían leer unos garabatos que formaban un extraño símbolo en lengua desconocida: ZACH.
« Última modificación: 12 de Septiembre de 2016, 10:49:09 pm por miguelx »

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Capítulo 2. La verdad
« Respuesta #2 en: 31 de Agosto de 2016, 06:45:16 am »
Capítulo 2. La verdad
(T. MAGGOR)



*** Pasado | Mundo humano ***


El sucio y destartalado cuartucho estaba débilmente iluminado por una tenue bombilla que se encendía y apagaba de forma intermitente. Diversas cajas, montones de ropa y juguetes viejos se distribuían por la diminuta sala, en cuyo centro se levantaba una carcomida e inestable mesa de madera cubierta por un raído mantel de cuadros rojos. Alrededor de la mesa, los cuatro miembros de una familia se inclinaban sin gana y en silencio sobre su cena: varios corruscos de pan desmigajado y un humeante plato de caldo para cada uno.

– Esteban, cariño, ¿no tienes hambre? –preguntó una mujer apoyando con ternura sus suaves dedos sobre la curtida y gruesa mano de su esposo.

Helena era una señora de baja estatura y mediana edad, cuyo aspecto cansado la hacía parecer mucho mayor de lo que era. Su cabello color caramelo mostraba ya numerosas canas producto del estrés y una vida complicada; de aspecto lacio y algo seco, le llegaba a la altura de los hombros. Tenía una nariz respingona y sus ojos avellanados transmitían la dulzura y amor característicos de una madre que sacrificaría cualquier cosa por sus hijos. Una limpia bata gris –que se encargaba de lavar a mano casi todos los días, pues, como solía decir, “el hogar es el templo de una familia y ya hay bastante suciedad en la calle”– cubría la mayor parte de su cuerpo.

– Llevas toda la cena con la vista perdida. ¿Qué ocurre?

El padre de la familia, Esteban, era un hombre de metro setenta, robusto y fuerte, con algo de barriga y cuyo alegre semblante se había ido tornando más grave y fatigado con el paso de los años, debido a las circunstancias de la vida. Una oscura y tupida barba negra de varios días enmarcaba su gruesa barbilla, cuando levantó su grueso cuello para dedicar una triste mirada a su mujer, con sus hundidos ojos oscuros.

– Helena, yo… –el pobre hombre parecía no encontrar las palabras adecuadas–. Ha ocurrido algo.

El discreto tintineo de las cucharas sobre los platos se hubiese detenido de golpe de no ser por el único miembro de la mesa que parecía no tener ninguna preocupación: August, el hijo menor de la pareja; un niño que todavía no llegaba al año de edad, que reía divertido desde los brazos de Helena mientras golpeaba estrepitosamente la mesa con su cuchara.

El cuarto miembro de la familia era una adolescente con larga cabellera oscura como la noche y los ojos del color de su madre. De rostro afilado y figura delgada, Belle era una chica diferente de todos sus compañeros de clase en la escuela pública. Siempre había preferido estar tranquila leyendo libros –cuando los conseguía– que salir de fiesta como el resto de gente de su edad, que únicamente parecían saber hablar de tecnología, motos y alcohol, sin preocuparse un ápice por la cultura y las dificultades de la sociedad en la que vivían. Este aspecto de su personalidad sumado a la ayuda que debía aportar en su pequeño hogar, la habían convertido en una muchacha estoica, solitaria y considerablemente madura para su edad. El semblante preocupado de Belle enfocó a su padre con serenidad, esperando una respuesta. El hombre tendió a su hija mayor su trozo de pan con una forzada sonrisa torcida.

– Toma, hija. Estás en edad de crecer.
–No, papá –contestó gravemente Belle–. Estoy bien. Tú también necesitas comer. Por favor, cuéntanos lo que pasa.

Esteban se levantó de la mesa con cuidado y apoyó sobre esta las palmas de sus vigorosas manos, repletas de vello, callos y durezas, reflejo del trabajo y esfuerzo que habían ejercido desde que era un niño. Después emitió un prolongado suspiro, como si estuviese cogiendo fuerzas para comenzar a hablar.

– ¿Apa? – Chilló sonriendo el bebé August, quien encontraba ahora más interesante la imponente figura de su padre que las infinitas posibilidades de percusión con su cuchara. Helena le introdujo una cucharada de sopa en la boca para hacerlo callar, antes de romper el hielo.
– Esteban, Belle es adulta y sabe lo que está pasando. Vivimos en un hogar diminuto, donde apenas podemos afrontar los gastos económicos que suponen la luz y el agua. No tenemos dinero para comer todo lo sano que deberíamos, Belle va a la escuela con el material que encuentra en los contenedores y en invierno nos vemos obligados a dormir con mantas viejas por encima porque no tenemos calefacción. Así que suéltalo, por favor. La vida nos ha hecho fuertes, y lo que sea que tenga que venir, lo afrontaremos juntos. 

De nuevo un profundo suspiro. El pecho de Esteban se hinchó considerablemente ante el continuo movimiento de sus agitados pulmones. Una gota de sudor le resbaló por la frente. Finalmente encontró las fuerzas para hablar.

– Helena… Quieren quitarnos la custodia de los niños.

La mujer de Esteban contempló a su marido, incapaz de asimilar sus palabras, antes de comenzar a sollozar, todavía con el pequeño August en sus brazos. Belle ahogó un grito.
La bombilla que colgaba del techo se apagó y encendió varias veces, alumbrando con pereza la desgarradora escena que se desarrollaba en el diminuto cuchitril que, sin embargo, hasta entonces había sido el hogar de una familia.



*** Presente | Castillo de Virendel ***


–  ¡HAGAAAAN FILAS! –berreó Capitán con su rudeza habitual–.

Siguiendo las órdenes de su superior, el teniente Maggor se movió con eficacia organizando a sus tropas en los amplios jardines a las afueras del Castillo de Virendel. Su cuerpo acerado emitía destellos bajo el sol rojizo que ya comenzaba a descender. Dos poderosas aletas azules revestidas de una resistente cobertura metálica se movían de un lado para otro, dando órdenes o simplemente indicando alguna que otra mejora en la formación. Su fisionomía tenía la forma perfecta para reducir la resistencia del agua, y un majestuoso tridente dorado enmarcaba su rostro; características que permitían reconocerlo como un Empoleon, respetada especie acuática que no era fácil de encontrar en los territorios del Reino de la Noche. A pesar de su carácter tranquilo, era una figura muy considerada y respetada dentro del castillo.

Hacía muchos años –treinta, concretamente– que las tropas del Castillo de Virendel no se veían en la tesitura de entrar en guerra y pelear, pero el Ejército que había sobrevivido a la Guerra de los Caídos continuaba entrenándose como forma de adiestramiento personal. La ley establecía que la nobleza del Castillo debía contar con tropas entrenadas entre sus filas en caso de que hubiese problemas; además, hubiese sido una locura que una princesa de tan nobles orígenes no tuviese una escolta que protegiese sus bienes –e incluso su vida– de psicópatas, saqueadores, o incluso algo peor; por muy bien que supiese defenderse.

Maggor recordaba a la perfección las palabras que le había dicho una vez el Capitán, ebrio como una cuba: “La guerra es un monstruo cruel que te obliga a arrebatar vidas inocentes para no perder tu oportunidad de vivir. Despertarás cada mañana pensando en las vidas que quitaste, y será lo último que recuerdes antes de caer dormido cada noche. Pero lo más triste de todo es que nunca volverás a ser el mismo. ¿Y luego qué te queda? ¿El orgullo por haber sobrevivido? ¡No! La inocencia jamás vuelve, las pesadillas te obligan a vivir con miedo, no a los demás sino a ti mismo. La guerra te cambia para siempre.”

Él, sin embargo, no había vivido la guerra, así que se limitaba a cumplir su trabajo, que consistía en liderar las sesiones de entrenamiento y organizar las tropas en formación cuando la princesa tenía que emitir un comunicado. Lo cierto es que no comprendía cómo había logrado obtener un puesto de tanta importancia. Los combates se le daban sorprendentemente bien, dado que había tenido que ser adiestrado desde cero; pero ostentar un cargo de semejante responsabilidad…

Uno de sus soldados, un joven e impetuoso Hitmonlee, buscaba con ahínco los puntos vitales de un experimentado Granbull, quien esquivaba hábilmente cada patada que iba dirigida hacia su cuerpo. Estaba observando la escena distraído cuando escuchó unos graznidos en el aire. Levantó su solemne rostro de ave acuática hacia el lugar de donde provenía el sonido y pudo visualizar el nervioso aleteo de un pequeño pokémon pájaro con colorido plumaje de tonos verdes, azules y amarillos. El Chatot descendió, se detuvo sobre el hombro del Capitán y trató de graznar unas palabras, pero se detuvo para coger aire mientras su pequeño buche se movía con agitación.

– ¡Nuestra señora lo solicita en una audiencia con el Consejo! –le dijo el pájaro finalmente al Capitán, antes de salir volando de nuevo en dirección al castillo.
– ¡Tropas, continuaremos con el entrenamiento mañana! –rugió el Capitán–. ¡Podéis retiraros!
– ¡Sí, mi capitán! –corearon todos a la vez elevando sus apéndices derechos al nivel de la cabeza, como muestra de respeto a sus superiores.

El teniente Maggor se disponía a seguir a su pelotón cuando el Capitán rugió su nombre.
 
– Teniente, tú vienes conmigo. Necesito un soldado de confianza a mi lado.

Implicado en el entrenamiento de las tropas del Castillo de Virendel como si le fuese la vida en ello, el Capitán era un formidable y robusto Carracosta a quien nadie osaba llevarle la contraria. Había liderado infinitos batallones a lo largo de su vida, siendo un destacado guerrero durante la famosa Guerra de los Caídos –como demostraba su caparazón lleno de cicatrices– y nadie cuestionaba su capacidad para el cargo. Eso sí, tenía un genio de mil demonios. Nadie sabía su verdadero nombre –tampoco le habían preguntado– así que lo llamaban por el nombre del cargo que ostentaba, Capitán, al que respondía inflando el pecho con satisfacción. A pesar de su fama de Tauros embravecido, Maggor sabía de primera mano que el Capitán era en el fondo un pokémon muy bondadoso.

Así pues, el teniente Maggor se dispuso a seguir a Capitán, que avanzaba a grandes zancadas y con la cabeza alta hasta que dejó atrás los jardines, cruzó el puente levadizo y se adentró en el castillo. Tras atravesar la descomunal puerta de madera y la recepción, llegaron al Gran Salón, que hacía las veces de comedor para todos los habitantes del castillo. Una gigantesca estancia de piedra de cuyo suelo se elevaban soberbias columnas rocosas que se perdían en las alturas hasta alcanzar el elegante techo abovedado.

Allí los estaban esperando los dos subalternos del Capitán: Fill, un Armaldo bonachón y bromista; y Teran, un Nidoking a quien le encantaba discutir. Los dos individuos parecían haber sido convocados también, porque el Capitán les hizo un rápido gesto con la aleta y comenzaron a seguirlo, en dirección a la Sala de Audiencias. El teniente Maggor, extrañado, se apresuró para no quedarse atrás. Continuaba preguntándose qué pintaba él en aquella reunión; nunca lo habían invitado a participar en aquella cámara, a la que únicamente tenían acceso los allegados de la princesa o los generales de más alto rango.

Tras recorrer toda la longitud que abarcaba el Gran Salón, giraron un pasillo a la derecha y dos a la izquierda para llegar a una vieja puerta de caoba, que estaba cerrada. El Capitán dio dos sonoros golpes con su endurecida garra azulada. Un ventanuco se abrió desde el interior para graznar con voz conocida un “Adelante”. El Capitán apoyó sus pesadas aletas sobre el portón y lo empujó, abriéndolo hacia el interior. Ante los ojos del Teniente Maggor se reveló la impresionante Sala de Audiencias en todo su esplendor: una antigua sala de piedra cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros polvorientos, pergaminos sucios, mapas descoloridos y objetos extraños. Ocho antorchas colgantes caían del techo otorgando la única iluminación de la sala, pues no había ventana alguna, con la obvia intención de respetar la confidencialidad de lo que allí se hablaba. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era que la sala tenía forma octogonal, y en su centro se disponía una gran mesa con ocho asientos, cinco de los cuales estaban ocupados. Los ojos de los presentes se clavaron en los recién llegados.

– Mi señora –el tono sumiso del Capitán resultaba hasta cómico para los que conocían su faceta más irritable. Maggor vio por el rabillo del ojo cómo Fill daba un codazo a Teran, quien gruñó a su compañero con ojos asesinos para que se callara–, disculpe el retraso; hemos venido lo más deprisa que hemos podido. Espero que no la importune la presencia de mi teniente.
– Nada que disculpar, Capitán. Siéntese, por favor. Acabo de recibir un mensaje importante.

La princesa Selise esperó pacientemente mientras el desgastado y ruidoso Carracosta ocupaba su asiento, con un subalterno a cada lado. El Teniente Maggor, que había entrado el último, cerró el portón y se mantuvo de pie, sin saber muy bien cuál era su función allí. Pegó sus largas aletas metálicas al cuerpo y enfocó la mirada al frente, con el majestuoso tridente dorado coronando su cabeza. Nadie le dirigió la palabra de modo que se quedó en silencio, estudiando la escena. Para su sorpresa, la princesa le dedicó una sonrisa de agradecimiento por su discreción, antes de comenzar a hablar.

La princesa Selise llamaba la atención aunque no lo pretendiese. El pelaje rubio del pecho contrastaba con el brillante matiz azulado de sus brazos, cuádriceps y cola; sus piernas, manos y cintura, por otra parte, mantenían una tonalidad negra mate. Su rostro, también azulado, estaba surcado por dos franjas negras, una vertical y otra horizontal. Dos afiladas orejas y cuatro sensores cayendo de su cabeza enmarcaban la afligida mirada con la que miraba al resto de componentes de la mesa. Su figura bípeda de aspecto lupoide permitía reconocerla como una Lucario. A pesar de su juventud, era honrada y admirada por su pueblo gracias a su personalidad pragmática, serena y determinada.

Con la llegada del Capitán y sus dos Subalternos, los ocho asientos dispuestos alrededor de la mesa estaban ocupados por todos sus integrantes. En el asiento más alejado del portón se encontraba la princesa Selise, presidiendo la mesa, a cuyos lados se sentaban sus allegados más íntimos. A su derecha levitaba Ellie, una Mismagius anciana e indiscreta que se enteraba de todos los trapos sucios del reino antes que nadie, pero quien profesaba cariño maternal hacia Selise. Un asiento más a la derecha se sentaba el Gran Maestre Kann, un devoto e indulgente Kangaskhan que servía a la familia desde hace generaciones, siendo de especial ayuda para la Reina Kiara –difunta madre de Selise– durante la Guerra de los Caídos. A la izquierda de Selise, apoyando las curvadas uñas sobre el dorso de la silla, estaba su fiel consejero: el parlanchín Chatot. Al lado de este, la silla estaba ocupada por un enérgico Manetric que cumplía eficientemente su papel de embajador del reino. Los tres asientos restantes estaban ocupados por el Capitán, Fill y Teran.

Además de T. Maggor, un décimo individuo se encontraba en la Sala de Audiencias. De pie y en silencio, justo detrás de la princesa, se encontraba su guardaespaldas personal: una bella Mienshao de ojos violetas, de quien se decía que estaba hábilmente adiestrada en las más antiguas técnicas de la defensa personal.

– Gracias por venir –comenzó la princesa–. Os he reunido hoy aquí, porque ha aterrizado en el castillo un Togekiss con un pergamino desde el Palacio Real, firmado por el Príncipe Sievert. No sé muy bien cómo decir esto, porque francamente, me ha pillado por sorpresa. Es tan terrible… –su voz tembló de forma imperceptible– bueno, el mensaje decía que… que el Rey Eniah ha fallecido.

Los murmullos poblaron la Sala de Audiencias, aumentando el tono de voz hasta que el nervioso Chatot graznó sobre sus cabezas para hacer el silencio.

– ¡Chist, callad todos! ¡Dejad hablar a la princesa!
– Todos sabíamos que su salud estaba algo deteriorada –continuó la princesa–, pero no creo que ninguno fuésemos conscientes de la gravedad del asunto. Eniah fue un rey justo y nuestra relación siempre fue buena. Como sabéis, es la primera vez desde la Guerra de los Caídos que ambos reinos carecen de monarca; por ello me gustaría saber vuestra opinión sobre cómo debemos proceder ahora. En unos días coronarán a su sucesor y no dudaré en mostrarle todo mi apoyo; los dos reinos han gozado de prosperidad desde que se instauró el Tratado de Espesaura. Sin embargo, tengo miedo de que algunos insurgentes se aprovechen de la temporal inestabilidad y causen problemas… ¿Qué opináis?
– Mi señora, si me permitís –el Maestre Kann se levantó–: la relación entre los dos reinos ha sido gratamente beneficiosa para ambos bandos desde que el Rey Eniah, que en paz descanse, y vuestra tía, consiguieron detener la Guerra de los Caídos y solventar las diferencias entre los reinos de la Luz y de la Noche. Sin embargo, como ya sabéis, el joven heredero de Eniah todavía no se ha ganado la confianza de las gentes de nuestro reino. Habrá muchos que estarán en desacuerdo si el Bando de la Luz vuelve a hacerse con el control de los dos reinos.

Maggor quedó sorprendido ante la mención de la difunta esposa del rey Eniah, la Reina Yvenne –a su vez tía de la princesa Selise–. La alianza entre Eniah e Yvenne logró unir los Reinos de la Luz y de la Noche, acabando con la Guerra de los Caídos, finalizando con la estela de muertos que esta había dejado. Sin embargo, por crueldad del destino, una enfermedad se llevó la vida de Yvenne pocos años después de que la guerra finalizase, sin haber engendrado descendencia con Eniah.

“Sobrevivió a la guerra y sucumbió a la enfermedad”, pensó gravemente Maggor sobre el triste final de la adorada Reina Yvenne.

Cuando años después apareció de la nada el primogénito de Eniah, el príncipe Sievert –cuya madre nadie conocía–, muchos habitantes del Reino de la Noche se sumieron en un estado de duelo y recelo hacia el nuevo Emperador de los Reinos, Eniah. A pesar de las desconfianzas, y gracias a la participación activa de ambos reinos, el Tratado de Espesaura permitió que la paz se consolidase con Eniah como gobernante. Habían transcurrido treinta años exactos desde que la guerra finalizó, treinta años gobernando los dos reinos. Y lo había hecho verdaderamente bien.

– Vamos, viejo –interrumpió la lunática Ellie–. ¿Estás sugiriendo que entremos en guerra con el Reino de la Luz otra vez? Nos ha ido muy bien todos estos años gobernados por Eniah, fue un monarca digno e incorruptible. ¿Por qué no iba a serlo su hijo? No dudo de tus capacidades para gobernar, cariño –se dirigió a la joven Selise–, pero lo veo totalmente innecesario.
– Mi señora –se levantó el Capitán–. Conocí al Rey Eniah en la Guerra de los Caídos y al instante me di cuenta de que tenía madera de líder. Siempre arriesgó su vida por delante de las de sus soldados; era valiente, sí, un tenaz guerrero. Aún recuerdo cómo dominaba las plantas a su antojo… –un temblor le recorrió el cuerpo–. En cualquier caso, como ya sabéis, no son pocos los pokémon que quedaron insatisfechos cuando la corona recayó sobre el Reino de la Luz, y son estos individuos los que lucharán para que la corona vuelva al Reino de la Noche, y no sobre el bastardo del Rey Eniah, por muy buen gobernador que fuera. Si quiere que abatamos los focos de rebelión, lo haremos. Si por otra parte desea llevar la corona, cosa que me parece totalmente lícita y equitativa, dado que es usted descendiente de la más noble sangre del Reino de la Noche, haremos lo que sea necesario. Sea cual sea su decisión, seguiremos sus órdenes sin dudar, mi señora.
– Gracias, Capitán. Gracias a todos. Sinceramente, no tengo la menor intención de iniciar otra guerra. No me muero por reinar, como ya sabéis, y creo que Eniah siempre ha sido justo con la economía y política de la región. Pero sabemos que los motines surgirán, y me gustaría saber cómo afrontarlos. No quiero dar más problemas de los que ya tiene el pobre príncipe Sievert. ¿Qué opinas, Nathan?
– Mi señora –el impulsivo Manetric clavó sus electrizantes ojos azules en los de la princesa–. La noticia de la muerte del rey se va a extender como la pólvora y es innegable que en el Reino de la Noche hay rencor acumulado desde la muerte de vuestra tía. En mi opinión, la mejor forma de proceder sería dar el pésame al príncipe Sievert, mostrar vuestros respetos y compartir vuestras inquietudes con el susodicho. El Palacio Real se encuentra a semanas de distancia pero creo que podría hacerle llegar vuestro mensaje en unos días. Si le parece bien –añadió–. Si los dos bandos firman un acuerdo podríamos evitar todo intento de buscar venganza por parte de la vieja escuela.
– Lo que dice el chucho es cierto, cielo –la alocada Ellie intervino de nuevo, levitando por encima de su silla e ignorando deliberadamente la mirada de reproche de Nathan–. Lo ideal sería dar nuestro pésame al príncipe y apoyarlo con las mayores facilidades posibles. Hay muchos pokémon resentidos estancados en el pasado, y sería una lástima acabar con la paz que al fallecido Eniah y a vuestra estimada tía tanto les costó lograr. Por el amor de dios, debemos evitar conflictos a toda costa.

El Teniente Maggor reflexionaba en silencio. Según le había comentado el Capitán en una de sus borracheras, el fallecido Rey Eniah había gobernado siempre de forma justa y equitativa, a pesar de los numerosos desacatos e independentismos que muchos de los pueblos del Reino de la Noche le habían profesado cuando falleció la Reina Yvenne, tía de Selise. Sin embargo, ahora que había muerto…

"¿Y dónde estaba yo? Simplemente aparecí, perdido en el desierto. Caminé, caminé y caminé hasta que el Capitán me encontró, a punto de desfallecer por la sed. Si no hubiera sido por él hubiese muerto… Pero, ¿cómo llegue allí? ¿Y por qué no recuerdo nada antes de aquel día?"



*** Pasado | Mundo humano ***


– ¿Qué vamos a hacer, Esteban? –la desgarradora voz de Helena temblaba mientras esta respiraba con dificultad– No puedo alejarme de mis hijos, simplemente no soy capaz. ¿Y si les pasa algo? ¿Y si los meten en un centro de menores? Oh, dios…
– Cariño, mírame. Mírame.

Helena elevó sus enrojecidos y lacrimosos ojos hacia Esteban. Ni siquiera el grave y sosegado tono de voz de su esposo podía calmar su angustia. Sin embargo, su mirada le infundió cierta tranquilidad. Ninguno de los dos iba a permitir que nada malo les ocurriera a sus hijos.
– Hace mucho tiempo que no encontramos trabajo. Antes nos la arreglábamos como podíamos, pero ahora que no tenemos nada… Nadie acepta trabajo de un hombre de cincuenta años sin estudios, Helena. No podemos cuidar de nuestros hijos en estas condiciones.
– ¿Estás diciendo que dejaremos que los separen de nosotros? –Helena tembló de impotencia, incapaz de pensar con claridad. Se sentía ahogada en un mar de dificultades que ella no había pedido. El torrente de lágrimas que pugnaba por salir se abrió paso de nuevo, y Helena inclinó la cabeza sobre su pecho, tratando de evitar que sus hijos la viesen llorar.

¿Por qué todas las desgracias les ocurrían a ellos? Esteban llevaba casi un año buscando trabajo fervientemente, pero solo había conseguido algún puesto esporádico como peón de obra. Helena encontró un breve trabajo como cocinera de un colegio infantil, pero fue despedida cuando hubo recorte de plantilla al poco tiempo de empezar. Sus hijos asistían a la escuela pública y nunca les faltaba comida en la mesa, aunque ello supusiera que ni Esteban ni Helena probaran bocado.

Su hija mayor, Belle, había estado en verano trabajando en la biblioteca como ayudante, pero su remuneración fue minúscula en comparación con su trabajo. Helena recordó dolorida el momento en que su hija depositó sus pequeños ahorros en la hucha que tenían en la vieja cocina, donde guardaban todas sus ganancias. Pensó entristecida lo dura que estaba siendo la adolescencia de Bella, quien en lugar de socializar como los otros jóvenes, pasaba su vida ayudando en casa o tratando de conseguir dinero para desahogarlos un poco. Sin embargo, a la vez se enorgullecía de su madurez y responsabilidad: jamás había emitido una queja y era una hija ejemplar.

El pequeño August era, simple y llanamente, feliz. Nunca le faltó un solo nutriente, pues cuando el dinero escaseaba Belle se pasaba por los comedores sociales de la ciudad y conseguía potitos para bebés. Siempre sonreía, pues sus días se limitaban a dormir, jugar, comer e improvisar el sonido de las cosas al golpearlas entre sí. Y su felicidad iluminaba los días más oscuros de la familia.

Helena estaba ensimismada en sus pensamientos cuando Esteban le tocó la barbilla dulcemente con sus fuertes dedos y la levantó con suavidad, obligándola a mirarlo.
 
– Jamás dejaré que les pongan un dedo encima. No tendremos dinero, pero seguimos siendo su familia. El policía que siempre nos ayuda, ese tal William, me dijo que pretendían llevarlos a un orfanato alegando que no podíamos cuidar de ellos, para poder desahuciarnos.
– Sí, Esteban, todo esto ya lo sé. Llevamos meses sin poder pagar el alquiler, porque ningún banco nos dejó un préstamo. ¿Pero qué opciones tenemos? Necesito saberlo. No podría vivir sin saber cómo están Bella y August. ¿Y si les pasase algo? ¿Y si enfermasen? ¿Y si crecieran solos, sin nadie que escuchase sus problemas, sin nadie que se preocupase por ellos? ¡¿Qué hacemos, Esteban?!

El robusto Esteban se secó el sudor de la frente con su peludo antebrazo, rezando porque su mujer aceptase su idea. Era la única posibilidad que tenían y tenía miedo de que algo saliese mal al ejecutarla.

–  Helena… Debemos irnos. Huir de esta ciudad. Para siempre.
– Pero, ¿qué estás diciendo? ¡Hemos vivido aquí desde que llegamos a este país!
– Nunca nos dejarán en paz, Helena. Debemos huir, comenzar de cero. Con Belle y con August.
– ¿Cómo? No tenemos dinero, apenas tenemos para comida. ¡Estamos arriesgando demasiado!

Esteban inspiró hondo antes de hablar de nuevo.

– Van a venir mañana, a primera hora. Se van a llevar a los niños.

Helena ahogó otro grito.

– ¡No, Esteban, no! ¡No podemos permitirlo! ¡SON MIS HIJOS!

Este trató de tranquilizarla, abrazándola con más fuerza que nunca.

– El policía, William… me dio esto. Son para Nuvoia. A primera hora de la mañana.

Helena parpadeó varias veces, confusa, mientras observaba los cuatro tickets de tren que su marido –con una mirada expectante cargada de dolor y sufrimiento– le mostraba, expuestos sobre la amplia palma de su mano. Los tickets rezaban:

[ METRITHIA a NUVOIA - 07:05 – Billete de ida ]

– Tal vez sea lo mejor. Irnos… Para siempre –susurró Helena mirando a su esposo–.
– Todos juntos –le repitió Esteban–.

Y se fundieron, por primera vez en mucho tiempo, en un abrazo de esperanza.



*** Presente | Castillo de Virendel ***


La princesa Selise se encontraba distraída y nerviosa, dando vueltas en círculo por el Gran Salón. Desde que había recibido la noticia sobre el fallecimiento de Eniah, no había parado de cavilar sobre sus pasos a seguir. Selise había gobernado sobriamente su reino pero, después de todo, era joven y era la primera vez que se hallaba en una tesitura de dicho calibre: el gobierno que habían creado juntos Eniah e Yvenne –otorgando igual poder al Reino de la Noche y al de la Luz– se había disipado y se acercaba la coronación del hijo ilegítimo de Eniah.
 
Selise sabía bien los sentimientos de las gentes de su pueblo al respecto. Ellos siempre habían sido gobernados por la dinastía Lucario, y habían admitido la soberanía de Eniah cuando Yvenne murió. Pero no les iba a hacer ninguna gracia que un Servine del pueblo de la Luz, que ni siquiera era hijo de su tía, fuera su nuevo líder. La situación dejaba al Reino de la Noche totalmente fuera de la corona, lo cual no importunaba a la joven Selise –quien vivía feliz en la tranquilidad política–, pero sí a muchos habitantes resentidos de su reino.

Incómoda por estos hechos, hubiera deseado asistir en persona al Reino de la Luz para dar su pésame al príncipe heredero y controlar la situación. Sin embargo, la distancia entre ambos reinos no le permitía llegar a tiempo para el entierro, por lo que había optado por enviar al Togekiss de vuelta al Palacio Real, junto a una carta expresando sus sinceras condolencias. Los Togekiss eran un magnífico medio de comunicación entre reinos, pues cruzaban de punta a punta la región en menos de un día. Aún así, Selise decidió enviar también al Palacio Real a su embajador Nathan, pues si bien no era tan veloz, le parecía una comunicación más personal y digna del joven príncipe del Palacio Real, puesto que ya los había presentado en una de sus reuniones anuales. El veloz Manetric había partido de inmediato con el pergamino colgado alrededor del electrizante pelaje de su cuello.

La carta, escrita a mano por la propia Selise, rezaba unas sinceras palabras de parte de todo el Castillo de Virendel en honor al fallecido rey, pues no eran pocos los que lo habían conocido en persona, e incluso los que habían combatido contra sus tropas en la Guerra de los Caídos; no habían estado en el mismo bando, pero el respetable Serperior había conseguido ganarse la admiración de sus contrincantes debido a su valor y pragmatismo. El escrito también ofrecía todo el apoyo posible por parte del Reino de la Noche al futuro nuevo rey, y proponía una reunión para formalizar la burocracia relativa a temas políticos, civiles y económicos, así como para estar preparados ante posibles núcleos de rebelión. Tras una última frase en la que se remarcaba la importancia del progreso conjunto de ambos reinos, la princesa Selise había firmado la carta y la había sellado con el símbolo distintivo de su reino: una flecha horizontal atravesando una luna en cuarto creciente, haciendo esta las veces de arco.

La intención de Selise era, en cuanto recibiesen una respuesta del Palacio Real, partir inmediatamente sin llamar mucho la atención, acompañada únicamente por su escudera personal, la hermosa joven Mienshao. Ambas se desplazarían en un discreto carruaje tirado por los más rápidos miembros del clan Rapidash. Con este medio de transporte, recorrerían la distancia que separaba el Castillo de Virendel y el Palacio Real en unas dos semanas. Los ejemplares de este clan estaban lejos de ser simples bestias de tiro: eran seres inteligentes y jamás se dejaban domar. Solían correr libres por las praderas y estepas del Reino de la Noche, pero todo su clan se proclamaba leal a la princesa Selise y ofrecían sus servicios para traslados que debían hacerse en el menor tiempo posible. Eso sí, los Rapidash del clan declaraban orgullosos que no habían sido ni serían jamás la montura de ningún otro pokémon. “Nosotros somos guerreros, no bestias de carga”, había declarado entre relinchos orgullosos el jefe del clan cuando Maggor lo conoció.

Cuando escuchó el plan de Selise, el Capitan comenzó a lanzar improperios de indignación sobre la seguridad de la princesa.

– Ni hablar, Capitán, me niego a organizar un ejército para escoltarme al Palacio Real. Sé que lo hacéis por mi bien, y que queréis despediros del difunto Rey, pero no puedo dejar el Castillo sin protección y no me gustaría dar una imagen de desconfianza a nuestro anfitrión. Mi escudera Adriel me protegerá si hay algún problema, pero nunca olvides que sé cuidarme sola. Ellie y Chatot, os dejaré al mando durante mi ausencia. Volveré lo antes posible.

Finalmente habían acordado que la princesa y su guardaespaldas no viajarían solas. El Capitán insistió hasta que se aceptó su presencia, acompañado de una pequeña escolta formada por cuatro curtidos guerreros entre los que se encontraba el Teniente Maggor. También el Maestre Kann se apuntó al viaje, pues se sentía dolido por no poder presentar sus respetos al difunto rey, con quien había tratado en numerosas ocasiones.

Los miembros del Consejo Real se encontraban con la princesa, tratando de infundirle tranquilidad hasta que su embajador regresase con alguna noticia, para lo cual faltaban varios días.

– Espero que Nathan llegue pronto con una respuesta del príncipe. No me gustaría ser una molestia para los suyos en tan delicadas circunstancias, pero creo que los acontecimientos requieren una reunión temprana –comentó Selise mientras se rascaba la barbilla con la mirada perdida–.
– Cariño, tan solo partió hace unas horas, y en tres días habrá llegado al Palacio Real. Ese enchufe con patas es rápido como el viento, ya lo sabes. Un poco lerdo, sí, pero eficaz en lo suyo.
– Vamos, Ellie, compórtate. ¿Por qué te metes tanto con él?
– Oh, querida, yo solo digo lo que hay.

La conversación se vio interrumpida por el chirrío del portón del Gran Salón, a través de cuya apertura apareció una borrosa silueta, de tonalidades amarilla y azul eléctrico, que se desplazó veloz como el rayo hasta situarse, derrapando, enfrente de la sorprendida princesa Selise. Cuando la silueta se detuvo, se pudo apreciar a un sudoroso y jadeante Manetric, que murmuró “¡Mi señora! ¡Tengo noticias!” mientras recuperaba el aliento. Maggor observó, en silencio, cómo el cánido eléctrico temblaba con violencia y apenas se podía mantener en pie. Parecía haber explotado su potencial velocista hasta el mismo límite.

– ¡Nathan! –dijo la princesa Selise, sorprendida–. ¿Qué haces aquí?
– Mi señora… Es su tía, la Reina Yvenne. Está… ella está viva.

Y tras estas palabras, el vigoroso Manetric cerró los ojos y se desplomó sobre el frío suelo. 


***


El Gran Maestre vertió un cubo de agua fría sobre el cuerpo tendido del cánido; las chispas saltaban por todas partes pero la palidez empezaba a desaparecer y el Manetric recuperaba su color.

– Si eso no funciona probaré con mi Hidrobomba –balbuceó el Capitán, impaciente hombre de la vieja escuela–.

Tras varios minutos de reanimación, el Manetric abrió lentamente los ojos.

– Nathan, ¿estás bien? –preguntó Selise, inclinada sobre su embajador–.
– Luego dicen que los ancianos estamos en peor forma –refunfuñó Ellie, levitando a su alrededor–. ¡Despierta, chihuahua! ¿Quieres un beso con lengua?

Ellie se dispuso a ejecutar su Lengüetazo cuando el embajador se levantó de golpe y se sacudió con furia el agua del pelaje, empapando a la vieja Mismagius.

– Yo también me alegro de verte, vieja.
– ¿Qué pasó, Nathan? –preguntó la princesa, preocupada–. ¿Por qué no estás de camino al Palacio Real?
– No pude entregar el mensaje al príncipe, mi reina. Me vi obligado a darme la vuelta.
– Será mejor que nos expliques todo detalladamente. Antes de desfallecer, delirabas. Dijiste que habías visto mi fallecida tía.
– No estaba delirando, mi señora. Vuestra tía estaba en la Aldea Hyedra, que como sabéis me pillaba de camino al Palacio Real. Había mucho barullo en el pueblo, así que me acerqué. Había una mujer, una vieja Lucario, quien afirmaba vehementemente ser vuestra difunta tía. No me atrevo a decir nada pero, si mis recuerdos no me fallan… parecía ella, mi señora.

Maggor se sorprendió al saber que el embajador Nathan no recordaba a la antigua Reina. Comprendió que el Manetric debía ostentar unos veinticinco años de edad, por lo que debía ser un pequeño Electrike cuando esta falleció, pocos años después de la Guerra de los Caídos. "Todo sería mucho más fácil si pudiese recordar. Ni siquiera sé a quién conocía yo antes de llegar aquí. ¿Conocía a la Reina Yvenne? Todos hablan de ella como si fuese una hermosa y valiente guerrera".

– La Lucario, vuestra supuesta tía, afirmaba que el Rey Eniah, que descanse por siempre, la había encerrado alegando que había muerto por enfermedad –ya recuperado, el Manetric continuó hablando mientras su pelaje emitía pequeños chispazos, señal de que estaba recuperando su energía–, y que hace un mes, cuando la salud del rey Eniah empeoró, consiguió escapar de su prisión. Alegaba haberse mantenido escondida hasta la muerte de este, por miedo a ser encerrada de nuevo. Y dijo… dijo que quería venganza, que el fallecido Rey siempre fue un traidor a la Corona.

Los presentes se miraban entre ellos, con incertidumbre. Nada de lo que decía tenía ningún sentido, pero el Manetric siempre había cumplido su labor admirablemente; no había razón para dudar de sus palabras.

– ¿Pero cómo…? –comenzó Selise–.
– Si eso fuera cierto, el Tratado de Espesaura que se firmó en la Guerra de los Caídos sería una farsa, y la paz que han disfrutado los reinos durante todos estos años se desmoronaría –murmuró el Maestre Kann–.
– Nathan, ¿estás seguro? –intervino la princesa–. Has hecho un largo viaje, y eso que dices no tiene mucho sentido. Mi tía está muerta.
– Vuestra supuesta tía está recorriendo los pueblos de la zona, contando su historia. Los pueblos de la Noche se están rebelando y quieren que les devuelvan lo que el Reino de la Luz les quitó. Por eso volví, mi señora. Su supuesta tía se dirige hacia aquí. Quiere hablar con vos.

La reina lo observó con una mirada de preocupación, apurada por los acontecimientos. No quería creerlo.

– Esto es muy sospechoso, ¿justo ahora que el rey Eniah ha fallecido? –se quejó con escepticismo la anciana Ellie– Yo creo que al chihuahua se le ha ido la olla.
– Mi señora –carraspeó de forma ruidosa el Capitán–, creo que deberíamos escuchar lo que esa Lucario tenga que decir. Vos le podréis hacer tantas preguntas como gustéis, y saber así si es la verdadera. Lo más seguro es que sea una farsa, pero si fuera verdad… Nos veremos obligados a entrar en guerra de nuevo. Estos treinta años habrían sido una mentira, y no podemos perpetuar una paz sin honor.
– Mi antigua señora… –murmuró el viejo Maestre Kann, quien parecía realmente conmovido–. No puede ser ella, simplemente no puede. La reina Yvenne y el rey Eniah se amaban y deseaban el fin de la guerra. Yo fui plenamente consciente de ello. ¿Cómo podría haberla encerrado el venerable Eniah, después de todo lo que pasó?
– Está bien –dijo con voz firme la princesa Selise, mirando a todos uno por uno–. Escucharé lo que esa Lucario tenga que decir. Confío plenamente en el justo reinado del difunto Rey Eniah. Si por un casual todo hubiese sido un fraude… El Reino de la Noche recuperará lo que es suyo.

El revuelo llenó de nuevo la sala, y el Teniente Maggor observó, con discreta admiración, cómo los ojos de la princesa Selise rugían con la determinación, la furia y el ansia de quien está dispuesto a conocer la verdad.
« Última modificación: 12 de Septiembre de 2016, 10:52:38 pm por miguelx »

miguelx

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Capítulo 3. De ninguna parte
« Respuesta #3 en: 06 de Septiembre de 2016, 06:04:16 am »
Capítulo 3. De ninguna parte
(GARRA)



*  Presente | Pueblo Terrax  *


El forastero dio un largo trago a su aguardiente de bayas Uvav, apurando las últimas gotas de la jarra. Estaba sentado en un pequeño taburete de madera desde el que tenía acceso visual a todo el local, para no perder de vista a su presa, la cual se ocultaba en el barullo reinante de la abarrotada Taberna Rodeo. El ruinoso y polvoriento bar era el lugar donde se reunían los viejos del pueblo para jugar a los dados o a las cartas mientras se emborrachaban hasta quedarse dormidos con la baba colgando. El forastero golpeó la barra con su jarra vacía y se volvió hacia el barman que llevaba la cantina, un chismoso Cacturne en cuyo bigote negro hubiera podido vivir sin problemas de espacio una bandada de Pidgeys.

– ¡Jefe! –el forastero llamó la atención del pokémon cactus, que estaba limpiando unos vasos sucios con un trapo más sucio todavía–. ¿Me pones otra? Ahhh, este aguardiente es delicioso.
– ¡Marchando otro de Uvav! –gritó el camarero mientras cogía uno de los vasos que supuestamente había limpiado–. No eres de por aquí, ¿verdad? –inquirió–. No te ofendas, pero no tienes aires de ser de la zona.

El forastero sonrió para sí mismo.

– No, no soy de aquí.
– ¿De dónde entonces?
– Digamos que… No soy de ninguna parte.

El bigotudo Cacturne levantó las cejas ante la enigmática respuesta de su interlocutor, pero por alguna razón decidió no insistir y continuó la cháchara con sus clientes habituales. El forastero dio un sorbo a su recién servido aguardiente. No era la primera vez que le preguntaban de dónde era; la gente solía desconfiar de su apariencia. Dos largas orejas, una blanca y otra roja. Una sonrisa torcida con pequeños colmillos y ojos rojos como la sangre, uno de ellos cruzado por una gran cicatriz. Todo su cuerpo estaba cubierto por una capa de denso pelo blanco, interrumpida en el vientre por una zona de pelaje rojizo en forma de zigzag. Una tupida y larga cola que se movía de un lado a otro con sigilo, y dos brazos que culminaban en largas y letales garras; pero si algo destacaba en su figura era que en el lugar de su mano diestra había una prótesis metálica, que ocultaba bajo una capa oscura para no llamar la atención.

La gente ya no se fía de los Zangoose", sonrió pensativo, mostrando sus afilados colmillos sin darse cuenta.

El forastero dio otro largo trago a su bebida, sintiendo un leve cosquilleo en la cabeza como efecto producido por el alcohol.

Y hacen bien.

Por el rabillo del ojo observó cómo el individuo al que vigilaba salía de la cantina discretamente. La mitad superior de la puerta del local estaba rota y astillada, pues el resto había desaparecido en un arranque de locura de algún pokémon borracho, por lo que el Zangoose pudo ver desde su asiento cómo su objetivo miraba a uno y otro lado de la calle para cerciorarse de que nadie lo seguía, antes de girar a la izquierda y desaparecer.

“…Ya te tengo.”

El Zangoose se bebió el contenido de su jarra de un trago y la dejó con un golpe seco en la barra, junto a varias monedas brillantes como pago. Después se colocó la capucha de la capa y se levantó del taburete, sorteando pequeñas mesas circulares en dirección a la salida del destartalado local. Dos segundos después, el forastero había desaparecido.


***


Las finas patas del pokémon Siniestro caminaban con presteza mientras recorría las vacías y calurosas calles de Pueblo Terrax, con la intención de abandonarlo lo antes posible. Era el momento del día que el sol incidía con más fuerza, por lo que todos sus habitantes se refugiaban en sus hogares o en cualquier sitio que tuviese sombra. Miró hacia un lado, luego hacia el otro. Nadie lo seguía. Por desgracia, aquella mañana el calor era incluso más intenso que habitualmente, lo cual era mucho decir. El intenso calor durante el día, el insoportable frío durante la noche, las escasísimas precipitaciones y el hecho de que estuviese en medio del desierto, hacían del pueblo un lugar árido, inhóspito para la mayor parte de los pokémon. De ahí que la gran mayoría de sus habitantes fueran de tipo Tierra o Roca. Bueno, por suerte solo estaba de paso…

Si algo caracterizaba la arquitectura de Pueblo Terrax, eran sus construcciones: todos sus edificios tenían forma semiesférica, con el propósito de resistir los seísmos que solían azotar la zona. Además, estaban hechos únicamente de barro, material que mantenía la humedad dentro de los hogares. El pokémon giró una esquina y siguió caminando pegado a la pared, buscando las sombras. Su denso pelaje, preparado para soportar bajas temperaturas, lo sometía a una sensación térmica todavía más sofocante de la cuenta. Giró de nuevo y miró una vez más a su alrededor, sin ver ni un alma por la calle, a pesar de estar en el pleno centro de las casitas que conformaban el pueblo. El Sneasel miró de nuevo a izquierda y derecha; estaba seguro de haber escuchado un ruido. Temiéndose lo peor, levantó la cabeza hacia arriba justo para ver, horrorizado, cómo una silueta caía sobre su delgado aunque fibrado cuerpo.

La comadreja siniestra se vio golpeada y arrinconada violentamente contra una de las casas de barro. Sorprendido, parpadeó varias veces antes de retorcerse con insistencia entre las largas garras de su capturador, un individuo de media altura cuyos rasgos quedaban ocultos por una capa con capucha. El desconocido no cedió ante la resistencia del Sneasel, de modo que este le disparó un Viento Hielo por la boca, gritando improperios. El atacante saltó y evadió con espeluznante velocidad el movimiento. El Sneasel había quedado liberado, pero antes de poder huir fue aprisionado de nuevo, esta vez desde la espalda, con una garra sobre su fino cuello. La comadreja tragó con dificultad, sintiendo la afilada garra apuntando a su yugular y preguntándose cómo narices podía ser ese pokémon tan rápido.

– ¿De verdad quieres hacer esto? –preguntó su asaltante con voz sosegada, inmovilizándolo de nuevo contra la pared del edificio colindante y quedando cara a cara. Entre las sombras de la capucha que ocultaba su rostro, Sneasel distinguió el destello del sol sobre un par de colmillos blancos que conformaban una mueca de burla.

El gesto infravalorativo enfureció al pokémon atrapado, que retorció su escuálido cuerpo para enviar sus rabiosas cuchillas directas a la cara de su enemigo. El encapuchado esquivó todos y cada uno de los Golpes Furia que la comadreja le enviaba con la intención de desgarrar todo lo que llegasen a tocar. Cuando el Sneasel se detuvo para respirar, incrédulo ante la indudable aptitud del encapuchado, este dejó entrever un fibroso antebrazo de pelaje blanco que culminaba en una prótesis metálica con dos afiladísimas garras.

– Tú te lo has buscado –le sonrió con desprecio el atacante, de nuevo con sorna.

A una velocidad que el Sneasel hubiese considerado imposible, la garra metálica se descargó contra su rostro con fuerza. Y no recordó nada más.


***


El alcalde de Pueblo Terrax, un perezoso y orondo Sudowoodo que respondía al nombre de Orrey, se encontraba en su despacho hablando de banalidades con los patrullas Graveler, cuando la puerta se abrió de par en par en un súbito movimiento, golpeando con fuerza la pared del interior de la sala.

– ¿Quién osa entrar sin llamar? –dijo el alcalde enfadado mientras giraba lentamente su pesado cuerpo para saber quién lo había interrumpido.

Un individuo encapuchado de mediana estatura anunció su propia llegada acercándose al alcalde y, sin mediar palabra, tirando a sus pies con desdén el cuerpo desmayado de un pokémon escuálido y de tonalidad oscura, que hizo un sonido seco al golpear el suelo de la estancia. El alcalde observó al recién llegado con una expresión mezcla de confusión y estupidez, en un inútil intento de saber con quién estaba tratando, pues la tela que cubría al encapuchado impedía entrever un solo detalle de sus rasgos. El individuo, claramente divertido por la incomprensión del alcalde, se inclinó para ejecutar una reverencia exagerada cuya clara intención era la burla, estirando hacia el Sudowoodo su garra buena. Después de todo, su prótesis metálica nunca había sido una ayuda a la hora de pasar desapercibido. 

– Buenos y calurosos días, mi estimado alcalde –arrastró las palabras con sorna, sonriendo bajo su capucha pensando quién había podido votar como alcalde a ese pachón Sudowoodo, a quien claramente le faltaba inteligencia y desenvoltura para desempeñar el cargo.

El alcalde Orrey frunció el ceño ante el despectivo saludo, pero no se le ocurrió nada que decir. Eran demasiados años en el cargo y casi todos los días eran monótonos, sin nada que lo pudiese sorprender. Confuso como estaba ante el pokémon inconsciente que yacía de espaldas sobre el suelo, a sus pies, ordenó a uno de los Graveler que lo identificase.

El encapuchado observó cómo el Graveler de mayor tamaño, que portaba una estrella de cinco puntas en el pecho haciendo gala de su cargo de Sheriff, se acercó al desmayado. El encapuchado sonrió nuevamente al ver el esfuerzo que le costaba al pokémon rocoso manipular el frágil cuerpo con los gruesos dedos de sus enormes y bastas manos.

“Este pueblo está lleno de memos. Si los altos cargos son así, no quiero imaginar cómo serán sus habitantes…”

Cuando el Sheriff levantó la figura del suelo, se reveló el rostro inconsciente de un pokémon con pelaje de color plomizo, sus delgados brazos y piernas –que se encontraban doblados en una posición dolorosa y antinatural, como resultado de su captura– acabados en zarpas, y las plumas granates que conformaban su cola y una de sus orejas, haciendo las veces de un sensible oído. No dejaba lugar a dudas: incluso desmayado se podía apreciar la mueca desagradable y desconfiada típica de los Sneasel. Pero no se trataba de uno cualquiera…

– ¡Señor alcalde! –se alarmó el sheriff cuando reconoció al Siniestro–. ¡Es Wazek, el fugitivo!

Orrey abrió la boca como un pasmarote y movió su parsimonioso cuerpo rocoso, con forma de falso árbol, hacia un enorme tablón que cubría una de las paredes, en el cual se exhibían los carteles con los rostros de los criminales más buscados de la comarca. En uno de los más vistosos, se veía un retrato inconfundible del Sneasel, bajo el título de “SE BUSCA” y con una inscripción en la que se podía leer:
“Se ofrece recompensa de 1,000 pesos a quien lo entregue vivo.”

– Bueno, ¿qué hay del premio? –dijo el encapuchado, fanfarrón como ninguno–. No es demasiado, pero podré ir tirando…
– ¿Tú qué eres? –le preguntó el alcalde con extrañeza–, ¿una especie de cazarrecompensas?
– ¿Yo, un cazarrecompensas? ¡Jajaja! Jamás, no me caen bien esos tipos. Soltad la pasta, no tengo todo el día…

El alcalde lo miró una vez más y abrió una caja fuerte incrustada en la pared de la estancia, de la cual sacó varios fajos de billetes. Después preparó una bolsa de tela que empezó a llenar con el dinero, lo cual le llevó un buen rato porque el torpe ramaje en el que consistían sus manos no le permitía obrar con precisión y rapidez. Con cautela y suspicacia, Orrey le entregó la recompensa al encapuchado, que la abrió y contó rápidamente los billetes con unas afiladas zarpas entrenadas para manejar dinero.

– Un placer hacer negocios con ustedes, señores… –dijo a modo de despedida, dándose la vuelta sin siquiera dar las gracias al alcalde.
– ¡Espera! –el Sheriff tampoco estaba dispuesto a dejarlo ir sin conocer su identidad–. ¿De dónde eres? ¡Dinos tu nombre, te lo exigen el alcalde y el Sheriff!
– Oh, no tengo residencia fija, soy un espíritu inquieto. Respecto a mi nombre… hay quienes me conocen como Garra. 
– Nunca te habíamos visto por aquí…
– Y espero que no tengáis que volver a hacerlo –replicó guiñándoles un ojo con socarronería-. ¡Au revoir, mes amis! –el alcalde y sus patrullas observaron embobados cómo el misterioso y carismático encapuchado les dedicaba otra exagerada reverencia y se daba la vuelta, haciendo ondear su capa tras él. Sin decir una palabra más, desapareció dando un portazo por donde había entrado. Tal y como él había dicho, nunca más lo volvieron a ver.


***


"¿A qué clase de pokémon puede gustarle este pueblucho de mala muerte?" – pensó con impaciencia la mangosta rojiblanca, quien ondeaba su cola inconscientemente de un lado para otro, mientras buscaba un motel donde pasar su última noche en el sofocante Pueblo Terrax–. Al menos las noches no son tan calurosas.

El cielo comenzaba a oscurecer sobre el pueblo, mostrando las primeras estrellas. Si algo había que concederle a ese pueblo alejado de la nada, era su firmamento. Cada noche, miles de astros brillaban con intensidad, apreciándose con maravillosa claridez gracias a lo alejado que estaba el poblado de las grandes ciudades, donde la contaminación lumínica impedía apreciar la magia del cielo nocturno.

Una brisa fresca le movió con delicadeza los pelos del rostro. Garra movió los largos bigotes, disfrutando de la sensación mientras oteaba los locales del lugar, todos los cuales parecían estar cerrados. No había muchos pokémon por la calle; durante el día el calor era demasiado extenuante para salir, y entrada la noche el frío obligaba a los pokémon a guarecerse. Por ello, cuando más vida mostraba Pueblo Terrax era por las mañanas, momento en que los mercados se abarrotaban y sus habitantes salían a hacer sus compras matutinas.

Maldito pueblo. No viviría aquí ni borracho. ¿Acaso no se aburren, todo el día encerrados? ¡Oh!” –se distrajo momentáneamente enfocando un local que emanaba una tenue luz–. “Parece que hoy es mi día de suerte.”

Se trataba de un pequeño hostal que ostentaba la única luz artificial que iluminaba el pueblo a aquellas horas, cuando el cielo se tornaba cada vez más oscuro conforme las temperaturas disminuían a una rapidez asombrosa. Como si diese la bienvenida a los pobres viajeros de paso que no tuvieran dónde alojarse, un letrero de luces de neón –que parpadeaba y de cuyas letras funcionaban menos de la mitad– rezaba: “Hostal de la Tía Nanny”. No tenía muy buen aspecto, pero seguía siendo el único lugar que parecía ofrecer una cama donde dormir. El Zangoose se quitó la capucha y entró, presuroso, pues el frío comenzaba a introducirse bajo su capa y le produjo un momentáneo escalofrío que le erizó el pelaje completo.

Bueno, no está tan mal”, dijo para sí mientras estudiaba el lugar donde se encontraba. El local consistía en un estrecho hall alargado –con paredes, techo y suelo de barro, por supuesto– de fuerte olor, iluminado por una vieja lámpara y regentado por una Mawile arrugada y excesivamente maquillada que fumaba en pipa. Cuando vio al recién llegado, la Mawile se acomodó con pereza sobre su asiento y dejó la pipa sobre la mesa.

– Hola, cielo, bienvenido al Hostal de la Tía Nanny, soy Nanny. ¿En qué puedo ayudarte? –preguntó la mujer en tono monótono. Tenía una voz suave y amable, aunque no parecía mostrar especial interés–.
– Buenas noches, señora Nanny –contestó aplicando sus mejores dotes de galán–. Busco una habitación para pasar la noche.
– Por supuesto, cariño. ¿Tu nombre? –le preguntó la arrugada Mawile mientras aspiraba una profunda calada de la pipa, expulsando todo el humo por las horrendas y alargada fauces que colgaban de su pequeña cabeza. Garra se estremeció bajo su capa, distraído por el contraste entre sus dos bocas. La Tía Nanny le hizo un llamado de atención – ¡Joven! ¿Cómo te llamas? Tengo que cumplimentar el formulario.
– Euh… Me llamo Leonard –improvisó de mala gana. No le gustaba dar sus verdaderos datos por escrito, por muy aislado que estuviese ese agujero en el desierto.
– Muy bien, joven –le contestó con aburrimiento la Mawile, escribiendo lo que escuchaba sin siquiera prestar atención a su significado–. Toma, aquí tienes la llave. Tu habitación es la 4; sube las escaleras, gira a la derecha y la encontrarás al final del pasillo.
– Disculpe, ¿hay algún sitio animado por aquí cerca? Me gustaría tomar algo antes de ir a dormir.
– Has venido al lugar adecuado. Este pueblucho no se caracteriza por tener mucha actividad, pero si quieres algo de marcha nocturna aquí tenemos un pub en el que se reúnen los jóvenes del pueblo. Lo encontrarás en el subsuelo –dijo señalando unas escaleras de barro que desaparecían hacia la planta inferior–. No creo que un joven tan apuesto como tú tenga ningún problema para encontrar compañía –añadió guiñándole uno de sus ojos, tan exageradamente pintados que podrían haber sido el lienzo de un Smeargle.

Garra pagó la habitación deslizando hacia Nanny algunos billetes de su recompensa, cogió las llaves que la Tía Nanny le tendía con sus arrugados dedos, y se dirigió hacia el subsuelo por las escaleras que le habían indicado. De esta forma llegó a una especie de bar que debía situarse justo debajo del hostal. El ambiente no era ni de cerca el descrito por la Mawile, pero el estar bajo tierra le confería un ambiente fresco y estaba a salvo de las bajas temperaturas que asolaban las noches en Pueblo Terrax.

La muchedumbre juvenil –según la Tía Nanny– que se reunía en el bar se reducía a tres mesas polvorientas rodeadas de varias sillas desordenadas. En una de las mesas, tres jóvenes chocaban sus jarras alegremente, mientras hablaban con tranquilidad. En otra, un Graveler –que a Garra le pareció uno de los que había conocido en el ayuntamiento– flirteaba con una pokémon que presumiblemente era de compañía. En la tercera y última mesa, dos individuos cuchicheaban en voz baja sobre el recién llegado encapuchado, probablemente criticando su vestimenta o quejándose despectivamente de los pokémon extranjeros que llegaban a su pueblo. Garra ignoró el gesto. El ambiente no era ni de cerca el descrito por la Mawile, pero lo prefería así.

Cuanta menos gente, mejor.

Un desganado Heatmor hacía las veces de camarero detrás de una barra decorada con débiles luces de neón, parecidas a las de la entrada y con la misma calidad lumínica, sumiendo al pub en un ambiente de agradable penumbra. Un viejo “Acierta al Swalot” encajonado en una esquina, completaba el inmueble del cutre garito. El juego de precisión consistía en una construcción con varios agujeros, en los cuales se lanzaban pequeñas pelotas y según donde cayeran se conseguía diferente puntuación. El punto más difícil era la casilla del centro, que tenía la forma de un Swalot con la boca abierta. El que acertaba en la boca del Swalot con la pelota, obtenía la máxima puntuación. Y de ahí el nombre del juego.

– ¡Camarero! –Garra se sentó en la barra y se dirigió al barman–. ¿Qué ofrecéis por aquí?

El Heatmor se acercó y comenzó a parlotear con él alegremente. Era bastante ingenuo, pero parecía buena gente.

– El hidromiel de por aquí tiene buena fama, caballero. Hecho con las mieles de los mejores Combee de los alrededores. ¿Le preparo uno?
– ¿No tenéis algo más fuerte? –inquirió la mangosta, pensando de dónde narices sacarían ese hidromiel, pues no había una mísera flor que polinizar en cincuenta kilómetros a la redonda.
– Bueno, lo más fuerte que tenemos son los Chupitos del infierno. ¿Se atreve con uno de esos, caballero?
– Yo no me acobardo ante nada. ¡Ponme uno de esos! –dijo Garra golpeando la barra con el puño, siguiéndole el juego al camarero.

Chupitos del infierno. No podía llamarse de otra manera, ja.”, sonrió para sí ante la mención del nombre del trago.

Heatmor sonrió, se dio la vuelta y cogió dos botellas de una estantería, mezclando contenido de ambas con elegancia dentro de un recipiente. Agitó la mezcla con sus fuertes brazos y, en un hábil movimiento, lanzó el líquido fuera del recipiente, para recogerlo inmediatamente después en el aire con un pequeño vaso de cristal, sin derramar una gota. Por último, expulsó por el hocico una ardiente flama sobre la bebida. Orgulloso de su obra y levantando una ceja, tendió el cóctel todavía humeante al asombrado Zangoose.

– Impresionante, jefe. Tienes estilo –le dijo Garra, divertido e impresionado.

El Heatmor pareció complacido. Garra se bebió el contenido de un trago y pidió otro trago al barman.

– Y póngale lo que pida a la damisela –añadió Garra tras ver a la atractiva pokémon que acababa de llegar y que estaba sentada en la barra a cierta distancia de él-. Pago yo.

El pícaro Zangoose le guiñó un ojo aprovechando la oportunidad. La joven rió tontamente y le sonrió. Con dos largas orejas, figura estilizada y curvas que llamaban la atención, aquella Lopunny se le antojaba un capricho que aquella noche se quería permitir.

Inocente y provocativa. Como a mí me gustan.

– Hola –la saludó Garra dedicándole su mirada más seductora-. He venido hace poco a este pueblo y no conozco a nadie. ¿Te apetecería hacerme compañía en esta solitaria y fría noche? –conocía de sobra los rituales para flirtear, y, para ser francos, ese tipo de chicas fáciles solían corresponderle.

La atractiva fémina rió de nuevo y acercó su taburete para sentarse junto al desconocido, mientras daba sorbitos del trago al que acababa de ser invitada. Sí, había que reconocérselo. Garra tenía gran habilidad para conseguir lo que quería. Sus tácticas seguramente no eran las más legales o éticas, pero se las apañaba para sobrevivir sin problemas y a su manera.

– ¿Es tu nombre tan fascinante como tus ojos? –inició Garra el juego de palabras en el que tan bien se desenvolvía.
– ¡Jijiji, qué tonto! –le correspondió la Lopunny, enrojecida–. Me llamo Stella. ¿Y tú?
– ¿Yo? Mi nombre no es digno de tu belleza. Pero bueno, si insistes... puedes llamarme Garra. 
– ¡Qué nombre tan raro! ¿Qué hace un chico como tú por estos lares?
– Estoy de paso. ¿Todas las chicas de la zona son tan guapas como tú? Si la respuesta es que sí, me voy a plantear quedarme…
– ¡Jijiji! –rió la muchacha con timidez, sorbiendo otro minúsculo trago con sus finos labios y cediendo al juego de cortejo que el arrogante Zangoose le estaba ofreciendo-. ¡Hala! ¿Cómo te has hecho eso? –preguntó señalando su prótesis metálica, que se veía entre los pliegues de su capa.

Mierda, qué descuido. Se me debe haber salido de la capa al coger la copa.

– Esa es una historia que no he contado a nadie… –le dijo el Zangoose mientras la miraba fijamente.
– Oh, por favor… ¡Ahora entiendo el origen de tu nombre! Me encantaría conocer la historia –suplicó la Lopunny.
– Tal vez no estés preparada para escucharla, es solo apta para mayores de edad –Garra hizo un breve gesto de rechazo con su prótesis de metal, en un logrado intento de mostrarse interesante y modesto al mismo tiempo.
– ¡Oh! –aplaudió la Lopunny, cuyo rostro ya empezaba a adquirir cierto tono rosáceo por el efecto de su copa–. ¿Así que eres un chico malo? –a esas alturas era obvio incluso para el Heatmor de la barra que el Zangoose había logrado su propósito de seducción–. ¡Ahora tengo curiosidad!
– Bueno, supongo que si una bella Lopunny me lo pide, no puedo decir que no… Pero sí… Soy un chico malo, así que prepárate.
– ¡Jijiji! ¡Cuenta, cuenta!

Y así fue como Garra improvisó una galante historia cuyo único fin era conquistar a Stella, para acabar su relato con una cautivadora mirada que acabó de derretir a la preciosa pokémon. No cabía duda. El arrogante Zangoose conocía muy bien el arte de la seducción.

Lo siento, damisela, pero la verdadera historia me la guardo para mí. Esa arpía me cortó la mano, pero yo… Yo le cortaré el cuello. Y habrá venganza.


***


Los primeros rayos de sol despertaron al adormilado Zangoose, que se encontraba tendido sobre la grisácea cama de algodón –que algún día debió haber sido blanca– de su habitación del hostal.

Maldito pueblo, ¿a qué hora amanece aquí? Ugh, qué dolor de cabeza. Esos Chupitos del infierno me están pasando factura…

Garra estiró sus extremidades y su cola cual felino antes de levantarse del lecho. La hermosa Lopunny todavía estaba profundamente dormida.

Bah, las camas están sobrevaloradas. Nada como un buen árbol para dormir.

Sin hacer ruido y echando un soberbio último vistazo a su conquista de anoche, Garra cogió su capa y el botín que había ganado antes de salir sigilosamente de la habitación. Cerró la puerta con cuidado, tratando de no despertar a aquella Lopunny a la que con total seguridad no volvería a ver. En recepción se encontró de nuevo a la arrugada Mawile, que estaba leyendo un periódico mientras continuaba fumando en pipa exactamente en el mismo sitio donde la había visto el día anterior. El Zangoose se despidió de la vieja con un seco movimiento de mano.

– ¡Que vaya bien, guapo! –berreó la Tía Nanny sin levantar la vista del periódico. Su pintura de ojos tenía un aspecto todavía menos sensual que el día anterior–. ¿Has dormido bien?
– Muy bien, gracias –le contestó el Zangoose con prisas–, pero es hora de partir. Dale saludos a ese barman, es realmente bueno.

El luminoso y ardiente nuevo día lo recibió de lleno cuando salió del Hostal de la Tía Nanny. Garra disfrutó por un momento del sol sobre su cara con los ojos cerrados.

¡Buenos días, mundo! ¿Cuál será mi próximo destino? Dejaré que el azar decida. Puede que Las Truecas sea una buena opción. Algunos lo llaman La Ciudad del Pecado, no estaría mal comprobar su fama es merecida…

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando, tras atravesar varias calles, llegó a la plaza principal de Pueblo Terrax. Su intención inmediata era abandonar el pueblo a primera hora de la mañana, para evitar las horas de temperaturas extremas. Sin embargo, el pueblo entero parecía haberse reunido en el lugar aquella mañana, armando un barullo que llamó la atención de la mangosta encapuchada. Los pokémon se encontraban charlando en pequeños círculos, hablando todos al mismo tiempo y formando un escándalo que impedía escuchar nada de lo que se decía. Garra se subió la capucha sobre la cabeza para ocultar su rostro y se integró como una sombra entre el mar de individuos.

– Pues, por lo visto, falleció hace unos días –cuchicheó una Shuckle al grupo de pokémon que la escuchaba, mirando a su alrededor como si la información fuese confidencial–, me lo ha dicho un Diglett que tiene un primo que vive bajo el Castillo de Virendel. Parece increíble, ¿verdad?
– Yo no me lo creo, la gente se inventa cualquier cosa… –negaba un Trapinch moviendo de un lado a otro su enorme cabeza naranja.
– ¡Que sí, que sí! –un cotilla Gligar hablaba tapándose la boca con las pinzas, dándose aires de interesante–. ¡Se dice que la Reina de la Noche no va a apoyar la nueva coronación!
– ¿Va a romper la tradición, traicionando a la Familia Real? –resopló una Lairon con aires de sabihonda–. ¡Eso sí que no me lo creo!

Garra se movía entre la marabunda de chismosos; olas de murmullos y exclamaciones cubrían la abarrotada plaza, agitados por las noticias que habían llegado al aislado pueblo.

– Según escuché de alguien fiable que trabaja en el servicio de mensajería –aseguraba un joven Numel que se había ganado un considerable círculo de oyentes–, en los condados de la zona corre el rumor de que el Reino de la Noche va a declarar la guerra al Reino de la Luz, debido a una supuesta traición por parte de Eniah a la familia de la princesa Selise. Según estos rumores, el Rey Eniah encerró a nuestra querida Reina Yvenne diciendo que había fallecido, pero está viva y ha logrado escapar del Palacio Real. 

Esta vez las voces y chillidos se unieron formando un escándalo que se hizo con el control de la reunión, pues poco a poco casi todos los pokémon de la plaza se habían acercado para escuchar las palabras del pokémon camélido, que parecía aportar datos más exactos que el resto de chismosos del lugar.

– Si las habladurías son ciertas –continuó–, se acercan tiempos difíciles, pues la economía de nuestro pueblo ha subsistido siempre gracias a las ayudas de la gobernanta de Virendel. No podríamos quedarnos de brazos cruzados, por mucho que siempre hayamos sido un pueblo neutral, sin inmiscuirnos en los problemas mayores de la región.

Los terratenses conversaban con exagerados gritos ante el inesperado rumor. El Numel trató de calmar el ambiente argumentando que nada era seguro todavía, pero nadie escuchaba ya.

Con una macabra sonrisa, el encapuchado gato silvestre se escabulló con discreción y se dirigió a la salida de Pueblo Terrax.

Así que los dos bandos se vuelven a enfrentar… ¿Por qué será? Con lo tranquilo que estaba yo de peregrino… Pero bueno, un poco de acción tampoco viene mal. ¡Será divertido!"

Y, meneando la cola bajo su capa, el encapuchado dejó el pueblo a sus espaldas, adentrándose en el solitario desierto, bajo la mirada del deslumbrante sol matinal.


« Última modificación: 12 de Septiembre de 2016, 10:53:30 pm por miguelx »

miguelx

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Capítulo 4. Los Hijos de Artemis
« Respuesta #4 en: 13 de Septiembre de 2016, 05:48:41 am »
Capítulo 4. Los Hijos de Artemis
(FRÍO)



*  Pasado | Mundo humano  *


No quedaba un solo asiento libre dentro de la colosal carpa multicolor, pues todos estaban ocupados por los cientos de espectadores que habían conseguido su ansiada entrada para el famoso “Circo ambulante Universe”. Una vez en el interior, el lugar estaba totalmente oscuro, debido a las largas lonas que cortaban el paso de la luz del exterior, otorgando así un cariz misterioso y despertando la curiosidad del público.

Mientras los asistentes miraban impacientes sus relojes deseando que el espectáculo comenzara, los artistas que formaban el elenco del circo se preparaban para sus respectivos números. Los acróbatas realizaban estiramientos de última hora, los payasos daban unos retoques a sus rostros con pintura roja y blanca, los adiestradores de fieras preparaban a los animales para salir a escena, y un levantador de pesas hacía ejercicios de yoga, ajeno a todo lo que ocurría. Entre todos ellos, un niño castaño de brillantes ojos verdes, vestido con un pequeño frac negro y una graciosa pajarita roja, observaba al inmenso público a través de una fina rendija en la gruesa cortina que suponía la única separación física entre los artistas y el escenario.

– ¿Estás preparado, chico? –le infundió ánimos uno de los escupefuegos, mientras preparaba el combustible líquido que guardaría posteriormente en su boca, generando así la ilusión de que al soplar era capaz de crear fuego de la nada.
– S-sí –contestó el niño con voz infantil, intentando parecer tranquilo–. Gracias Sylar.
– No te pongas nervioso, Liam. Siempre lo haces bien –Sylar le guiñó un ojo y se fue.

Sin embargo, lo cierto era que sí estaba notablemente inquieto. Había realizado su truco en diferentes pueblos y ciudades, pero jamás había actuado en una metrópoli tan grande, con una exorbitante cantidad de asistentes que, con gran probabilidad, serían de lo más exigentes…

– ¡Tú, mocoso! –le gritó un hombre de unos cincuenta años, con una prominente barriga y ropajes tan ostentosamente coloridos que resultaban ridículos: vestía unos brillantes pantalones de color púrpura, una fina chaqueta que hubiese sido elegante de no ser por su chillón tono verde lima, y un sombrero blanco que, cuando se lo quitaba, dejaba entrever una brillante calva.

Se trataba del temido director del circo, el señor Warner. El pequeño Liam observó, nervioso, cómo el susodicho se acercaba rápidamente hacia donde él estaba y lo agarraba con fuerza por los pliegues de su americana.

– ¡Contéstame cuando te hablo! –le dijo en furiosa voz baja, sacudiéndolo como a un saco de patatas–. Más te vale que lo hagas bien, es la primera vez que actuamos en una ciudad tan adinerada y no pienso permitir ningún fallo. ¿Ha quedado claro?
– Sí, señor Warner –respondió dócilmente Liam. Sin embargo, cuando el señor Warner desapareció, el niño deseó poder escupir con rabia en su desagradable cara.

Un redoble de tambores se escuchó al otro lado de la cortina, que parecía dividir dos mundos: el de la magia y el de la cruda realidad. Todos los artistas desaparecieron en sus camerinos para dejar libre el espacio que vería el público al retirarse la cortina; Liam se apresuró a seguirlos, despistado por los nervios.

Los focos móviles que hasta ese momento habían estado bailando por toda la carpa, se concentraron en un único lugar, justo en el centro del escenario, convirtiéndolo en el único punto iluminado dentro del lugar. Los tambores cesaron, las cortinas se abrieron y por ellas apareció el extravagante señor Warner, quien mostró una amplia sonrisa hacia su extenso público.

– ¡Muy buenaaaas noches, damas y caballeros! –el micrófono que sostenía le permitía ser escuchado en toda la carpa; su voz retumbaba por todas partes–. ¡Bienvenidos! ¡Confío en que hayan venido con ganas de conocer el mágico mundo del espectáculo! ¡Nosotros estamos encantados de poder actuar en esta hermosa ciudad, así que esperamos que disfruten de los números que tanto tiempo nos ha costado preparar! Sin más dilación y ante todos ustedes… ¡El circoooo Universe! –el pequeño Liam escuchaba con rabia cómo el condenado señor Warner se ganaba a la gente con su desparpajo y su enorme falsa sonrisa. Poco se imaginaban lo mezquino que era el hombre en realidad.

Entre numerosos aplausos, el señor Warner desapareció finalmente y los focos comenzaron a moverse de nuevo por toda la carpa, en un inquietante juego de luces que tan pronto iluminaban toda la estancia como la sumían en la más completa penumbra. De repente, el atronador redoble de tambores volvió a dominar la acústica del lugar para abrir paso a la llegada de los trapecistas, quienes aparecieron de la nada dando saltos mortales por encima de las cabezas del público, que observaba asombrado con la boca abierta. Una emotiva pieza clásica, interpretada por músicos distribuidos por toda la carpa, acompañaba los elegantes y refinados movimientos de aquellas personas que parecían ser capaces de volar.

En el siguiente número, los trapecistas fueron relevados por una docena de fibrados malabaristas, quienes ejecutaban impresionantes juegos de luces con botellas, cuchillos e incluso con antorchas. Unos artistas detrás de otros fueron discurriendo por el escenario, siendo todos ellos aclamados por el impresionado público que siempre parecía querer más. Un levantador de pesas elevando con sus brazos una motocicleta que no debía pesar menos de 200 kilógramos. Una domadora de tigres que los hacía saltar por aros de fuego cada vez más pequeños. El exótico baile de dos hermanas siamesas, que tan pronto aparecían unidas como separadas. Sylar y otros tres escupefuegos que salieron a escena entre llamaradas y preciosos destellos de calor. Cuando el gigantesco y musculoso Ethan lanzó por los aires a la danzarina Diane y esta dio un triple mortal hacia atrás en el aire, el público se levantó y vitoreó sobresaltado, entre aplausos y piropos a la enrojecida Diane.

Es mi turno”, se dijo el niño mientras un payaso en biciclo cruzaba lentamente y en silencio por la cuerda floja a unos veinte metros de altura, de un extremo de la carpa al otro, manteniendo a todos los espectadores en vilo.

Con cuidado para no manchar su indumentaria, Liam se coló por una pequeña trampilla específicamente preparada para él, detrás de los camerinos. De esta forma atravesó el escenario bajo el suelo, hasta llegar debajo de las gradas en las que se sentaba el público, que al ser escalonadas le permitían ver los pies de los espectadores. No había mucha luz, pero conocía bien el recorrido y no tardó en colocarse justo debajo del palco principal, donde se ubicaban aquellos que habían pagado más por sus entradas. Miró hacia arriba y observó multitud de pies con ostentosos zapatos de tacón.

– ¡Y para finalizar, damaaas y caballeroooos! –la fangosa voz del señor Warner se apoderó de nuevo de todos los oídos presentes–. ¡Nuestro integrante más espectacular! ¡El grandioso! ¡El sensacional! ¡El majestuoso! ¡Nuestro espléndidooooo magooo Butler!

El señor Warner dejó que se desvaneciera su pedante y pegajosa voz mientras desaparecía del escenario para dejar que todos los focos se centraran sobre un elegante señor vestido con refinado frac negro, brillantes zapatos del mismo color y una reluciente pajarita roja –indumentaria idéntica a la del pequeño Liam–. Sin dirigir una sola palabra, el mago mostró al público una preciosa chistera de un reluciente color negro, aparentemente vacía. Los presentes observaron en silencio cómo el mago daba dos golpes con su varita al sombrero vacío –Butler sabía ganarse la expectación de su público– y, para su asombro, de la chistera emergieron una docena de palomas blancas como la espuma del mar, que volaron sobre sus cabezas hasta perderse de vista.

– ¡Oooooh! –se escuchó un generalizado suspiro de admiración. Los trucos de ilusionismo siempre surtían un efecto impresionante sobre las personas, pues parecían demostrar que un mundo con magia, menos aburrido y monótono, era posible.

El niño también había observado impresionado el espectáculo, a través de las rendijas de los escalones, bajo los cuales estaba agazapado. Por muchas veces que viera la actuación del mago Butler, no era capaz de comprender cómo lograba realizar sus trucos. Le había preguntado reiteradas veces, pero el enigmático mago nunca contaba su secreto. ¿Sería un mago de verdad?

La serena voz de Butler inundaba la carpa, sumergiendo a los predispuestos espectadores en sus espectaculares trucos, y haciéndolos suspirar de puro gozo. Aprovechando la distracción del público, el pequeño Liam se apresuró a realizar su tarea. Arrastrándose a cuatro patas por debajo de los asientos, y entornando los ojos para enfocar en la oscuridad, logró ver un bolso que una mujer había dejado en el suelo, entre sus pies. Por poco que le gustase, aquello se le daba bien: sigilosamente, estiró el brazo y arrastró hábilmente hacia sí el bolso, dentro del cual había una billetera llena. Continuó moviéndose bajo las gradas y, cuatro filas más adelante, logró encontrar una brillante pulsera de plata, que introdujo en el bolso. Cuando hubo finalizado con el palco principal, se dirigió a los asientos normales, donde encontró un colorido collar de perlas y otras dos pulseras, pero no parecían ser de las que le exigía el señor Warner: no brillaban, ni eran especialmente bonitas.

Así funcionaba el “Circo Universe”. Mientras los artistas asombraban al público con sus innegables aptitudes para el espectáculo, el pequeño Liam hurtaba las pertenencias valiosas que los espectadores hubieran podido apoyar despreocupadamente sobre el suelo, para después darle el botín al señor Warner, quien lo revendía al mejor postor o directamente se lo quedaba. De esta forma, los espectadores no podían asociar el robo con el circo; pensaban que había un ladrón entre el público y ya está.

Pocos de los componentes del circo eran conscientes de estas malas prácticas, pues de haberlo sabido, su dignidad les hubiera obligado a abandonar el gremio. Sabían que el señor Warner era grosero y antipático, sí, pero no imaginaban que, lo que para ellos era un estilo de vida, para el director del circo era una mera forma de ganar dinero, sin ética que valiese. El pequeño Liam tenía prohibido hablar con nadie sobre sus pequeñas "sustracciones"; se lo había contado a Sylar, pero este le dijo que hiciese caso al señor Warner sin protestar, por muy estúpido que fuera, o lo podría despedir del circo.

Cuando hubo completado su trabajo, la actuación casi había llegado a su fin. El niño se apresuró a recorrer la distancia que lo separaba del escenario lo más deprisa que pudo –gateando mientras cargaba con los tesoros robados– para reaparecer por la trampilla junto a los camerinos, donde el señor Warner lo esperaba con impaciencia.

– ¿Cuánto has traído? Espero que suficiente, por tu bien… –el señor Warner le arrebató el bolso - ¡Más te vale que no te hayas dejado ver! ¡Espabila, es tu turno!

El niño asomó un ojo entre las cortinas y contempló cómo el mago Butler hacía desaparecer a la gruesa serpiente pitón –de nombre Nagini– en una bomba de humo.

– ¡Y para terminaaaaar! –la molesta voz del señor Warner volvió a hacerse presente, resonando en la enorme carpa de colores–. ¡El más alucinante y extraordinario truco del mago Butler! ¡La trituradora humana! El niño Maravilla se introducirá en la caja mágica y será partido en siete pedazos… ¿Qué pasará? ¡Disfrútenlo, para todos ustedes!

Liam pasó entre las cortinas y se encaminó hacia el centro de la pista –sus revueltos cabellos morenos y el pequeño frac en el que estaba enjutado, a juego con el de Butler, hizo la delicia del público, que aplaudió entusiasmado su aparición– donde lo esperaba el elegante mago. Al llegar junto a Butler, este le sonrió fugazmente para después ordenarle que se introdujera en la caja negra, de tamaño justo para su altura y anchura. El niño saltó dentro de esta y el mago cerró la tapa, sumiéndolo en una absoluta oscuridad. Rápidamente –pues tenía un tiempo limitado– el niño levantó el suelo de la caja, a pesar del poco espacio del que disponía, y levantó una trampilla del suelo bajo la cual se introdujo. Era un truco que no le había costado mucho aprender, pues su flexibilidad y pequeño tamaño le permitían realizar el movimiento sin que desde fuera se apreciase lo que pasaba.

La caja ya estaba vacía –no así para los espectadores– y el mago Butler hizo el resto: cogió un formidable serrucho, explicando al público –que exclamaba de puro morbo- lo que iba a hacer… Y partió la caja en siete pedazos. El primero a la altura de los pies. El segundo por la rodilla. El tercero en la parte superior de la pierna. El cuarto, el quinto, el sexto. Hasta llegar al último, a nivel del cuello: el público suspiró conteniendo la respiración.

Pero el niño no estaba nervioso ya; lo difícil estaba hecho y habían ejecutado el truco cientos de veces. El mago sacó una capa roja y cubrió el experimento, haciendo un breve toque en el suelo hueco con su varita para avisar al niño de que le tocaba regresar a la caja.

– ¡Señoras y señores… no pierdan detalle! ¡Ante todos ustedes… –levantó la capa con una floritura y descubrió la caja intacta, como si jamás hubiera sufrido un arañazo– el niño Maravilla! –exclamó mientras la tapa de la caja se abría y de ella salía el niño en frac, haciendo una elegante reverencia al público, que aplaudía, silbaba y gritaba.

Liam sonrió, sintiéndose afortunado por recibir semejante ovación de los espectadores. ¿Cómo regeneraría el mago Butler la caja? No lo entendía, pero le daba igual. A su lado, el mago chasqueó los dedos y sobre la carpa se desplegó una lluvia de confeti sobre el anonadado público, generando miles de destellos multicolores que marcaban el fin de la actuación. 



*  Presente | Palacio Real  *


Dos gotas de sudor resbalaron por el pico de Frío mientras recordaba el sueño de la noche anterior. Hacía tiempo que había dejado de perder la consciencia y sufrir alucinaciones, pero ahora estas parecían atosigarlo mientras dormía.

¿Por qué me ocurre esto a mí? Si no son pokémon, ¿quiénes son esas criaturas de mis sueños? Ese pequeño ser de ojos verdes me resulta muy familiar, pero no puedo recordar porqué…

Hacía siete meses que había aparecido en el Palacio Real en extrañas circunstancias, sin recordar quién era ni de dónde venía. El Príncipe Sievert lo había ayudado a buscar información sobre sus sueños y los extraños seres que veía en ellos. Le había enseñado a leer y escribir en el lenguaje pokémon –lo cual le había resultado bastante fácil– y habían pasado tardes enteras en la gigantesca biblioteca del palacio, cuyas infinitas y altísimas estanterías estaban repletas de libros, pergaminos y antiguos manuscritos de todo tipo.

Sin embargo, por mucho que habían investigado libros sobre diversas materias –centradas principalmente en la ciencia de los sueños, estudios médicos sobre la amnesia e incluso un libro sobre control mental que había escrito un miembro de su especie, otro Golduck–, no encontraron nada que les sirviera de ayuda, por lo que Frío continuaba teniendo las mismas dudas desde que llegó.

El Príncipe Sievert le había propuesto hablar sobre sus sueños al Maestro Houdin, quien era considerado una eminencia en el estudio de la mente de los pokémon con capacidades psíquicas; pero Frío se negó en rotundo. Si bien era respetado por todos en el Palacio real, era consciente de que muchos lo consideraban un bicho raro debido a sus extraños desmayos en combate y al hecho de que había aparecido de la nada. No quería acrecentar ese sentimiento hablando de sus sueños y de seres que nadie había visto jamás. Además, se trataba de algo íntimo, algo que le pertenecía, algo… difícil de explicar.

La única persona con la que tenía suficiente confianza para contárselo, era su amigo el príncipe. Desgraciadamente el Rey Eniah, padre de Sievert, había enfermado gravemente poco después de su llegada, de modo que su amigo se vio obligado a sustituir su tiempo de investigación por hacer compañía a su convaleciente padre.

Una corriente de aire fresco le despejó un poco la mente, y el Golduck se evadió de sus pensamientos para observar fijamente el despejado cielo azul pastel que cubría los silenciosos campos verdes del Palacio Real. En medio del mar de hierbas, sobre una colina que representaba el punto más elevado, se alzaba un elegante y majestuoso arco de piedra blanca, sobre el cual crecían –en bello desorden– múltiples enredaderas y flores de primavera.

El regio Arco Blanco era el lugar desde donde se despedían a todos aquellos monarcas que alguna vez habían gobernado el Reino de la Luz. Cinco días de luto habían transcurrido tras la muerte del Rey Eniah y, como dictaba la tradición, tocaba despedirlo del mundo de los vivos. Su cuerpo se encontraba dentro de un magnífico y elegante féretro de madera, tallado y pulido con mimo con árboles caídos del bosque –pues en el reino estaba terminantemente prohibido derribar ningún árbol que no decidiese caer por sí solo– por el carpintero más conocido de la ciudadela, un sabio y afable Gallade de avanzada edad, que respondía al nombre de Otteg. Otteg había aceptado de inmediato el trabajo, prometiendo que lo haría lo mejor que pudiese, pues el soberano Eniah no merecía menos. El resultado había sido impresionante; sin embargo, el esmero del longevo Gallade no podía eclipsar la pena que todos sentían.

Bajo el Arco Blanco y junto al sarcófago, se encontraba un distante príncipe Sievert, que daba la mano a un afligido Snivy de brillante tez verde oliva y unos cinco años de edad. Se trataba del pequeño Arlo, el hermano menor de Sievert. El príncipe y futuro rey mantenía la compostura, pero Frío lo conocía demasiado bien, y sabía que estaba gravemente afectado.

Pensativo, el Golduck se preguntó cómo aceptaría el Reino de la Noche el hecho de que los únicos descendientes de Eniah fuesen ajenos a la Reina Yvenne, tan apreciada por todos. Nadie desconocía el hecho de que Sievert y Arlo eran bastardos, pues la Reina Yvenne había fallecido años antes de su nacimiento, pero nadie osaba hablar del tema. Se comentaba que, años atrás, el rey Eniah solía desaparecer algunas noches del palacio para desahogar sus penas cuando sufría arranques de dolor y nostalgia por su antigua esposa. En cualquier caso, a Frío le importaba más bien poco quién había dado a luz a su amigo Sievert o al pequeño Arlo, o con quién había pasado la noche el difunto Rey Eniah. Ellos le habían brindado un hogar, lo habían tratado como a uno más y gobernaban con honradez y neutralidad sobre la región.

Los dos hijos del difunto rey no estaban solos. A su lado se encontraban el anciano Scepter, el Maestro Houdin, Corneta Shobbes, el comandante Morin, Himeria –la niñera de Arlo, una afectuosa y encantadora Chansey– y varios familiares cercanos. Rodeando el Arco Blanco, los soldados y caballeros de la Guardia Real –entre los que se encontraba Frío– se disponían en círculo, separando el lugar sagrado del resto de asistentes.

Todos los habitantes del Palacio Real y de la Ciudadela se habían congregado allí, pero no eran los únicos que habían asistido para despedir al magnánimo Serperior. El Rey Eniah había cosechado una gran fama durante su reinado, como demostraba la infinita masa de individuos que se congregaba alrededor del Arco Blanco, ocupando por completo los prados verdes del Palacio Real. Habitantes del Reino de la Luz e incluso algunos del Reino de la Noche; todos aquellos que habían logrado desplazarse a tiempo desde sus hogares para rendir homenaje al rey caído, se hallaban allí aquella templada mañana. Miles de pokémon se hallaban reunidos en los infinitos parajes verdes, como una masa multicolor que mantenía un bello silencio respetuoso, en un vano pero agradecido intento de mostrar su lealtad, agradecimiento y devoción al fallecido. Decenas de ejemplares de Hoppip, Skiploom, Jumpliuff, Cottonee y Whimsicott levitaban sobre sus cabezas como un mosaico de destellos rosas, verdes y amarillos sobre el claro cielo azul.

Los habitantes del Lago Nostos también habían emergido de sus confortables aguas: una congregación de pokémon acuáticos se hallaban a la orilla del lago, con las miradas clavadas en el Arco Blanco. La comitiva estaba presidida por el gobernador del lago, de quien se decía que nunca había sido visto hasta que llegó la Guerra de los Caídos, en la cual batalló junto a Eniah en primera fila, haciendo gala de un considerable poder. Cuando la guerra finalizó, regresó a lo más profundo del lago y jamás se lo volvió a ver… hasta el día del entierro de Eniah, treinta años después.

Frío se distrajo admirado por su elegancia: un color azul turquesa enmarcaba su figura cuadrúpeda, interrumpida en algunas zonas por formas del blanco más puro que se pueda imaginar. Su larga melena violácea se movía con calma por encima de su cuerpo, bailando al mismo ritmo que el viento. Una impresionante cornamenta de aspecto helado enmarcaba su cabeza, otorgándole un aspecto hermoso a la vez que autoritario. Por último, dos largas colas blancas, delgadas como cintas, ondeaban a su alrededor con la gracia de quien es consciente de su propia belleza. Era una especie desconocida para él, pero sin duda desprendía una magnificencia que no pasaba desapercibida.

El Príncipe Sievert se apartó del féretro y caminó por el Arco Blanco para observar, asombrado y orgulloso, la inmensa multitud que se expandía en los campos del palacio para dar el último adiós a su padre. Después indicó al viejo Scepter que le cedía las primeras palabras. El Sceptile dio un paso adelante acompañándose de su grueso bastón, dirgiéndose a la descomunal masa de pokémon que allí se encontraba. Antes de comenzar a hablar, hizo un gesto a Corneta Shobbes quien, con sus enormes fauces, generó un Eco voz que permitiese a todos los presentes escuchar las palabras del reptil.

– Nos encontramos aquí reunidos esta mañana –la profunda voz de Scepter se elevó, haciéndose oír por todos los presentes gracias al movimiento del Exploud– para decir adiós a un gran líder. Nuestro Rey Eniah no fue un monarca cualquiera. Muchos hubo anteriores a él que se limitaron a cobrar impuestos al pueblo y luchas por coleccionar territorios, sin importarles lo más mínimo las miserias de las clases bajas. Sin embargo, creo que no me equivoco al decir que Eniah fue todo lo contrario a eso.

Miles de miradas serenas estaban clavadas en el viejo pero imponente Sceptile, quien tras una pausa continuó.

– Despedimos a un rey que lo dio todo por el pueblo. Un rey que se entregó, que supo enfrentarse con valor y entereza a cada situación difícil que comprometía el reino. ¡Un rey que en la Guerra de los Caídos siempre estuvo en primera línea de batalla, y que arriesgó su vida y la de su amada hasta que ambos consiguieron la paz entre la Luz y la Noche!

Un leve murmullo de asentimiento recorrió el público.

– Fue el primer monarca que intentó unir ambos reinos… y lo consiguió. Puedo afirmar sin asomo de duda que fue el más hábil guerrero que he conocido en el arte de la lucha, y que siempre se ponía en peligro por salvar a sus compañeros de combate. ¡Cómo luchaba…!

La brillante mirada del viejo Sceptile se oscureció, y sus emotivas palabras adquirieron un tono más grave.

– Pero a todos nos cansa la guerra… –continuó–. Dolor, muerte y ríos sangre. Todos estábamos agotados, nos daba ya igual ganar o perder. Solo queríamos que aquel infierno acabara. Nuestro fallecido rey arriesgó su vida, su honor, su familia... Y logró ponerle fin para concedernos todos estos años de paz y libertad. Estoy seguro de que todos, sin excepción, se lo agradeceremos hasta que llegue nuestro final, pues este valiente luchador, escondido en el cuerpo de un majestuoso Serperior, nos concedió a todos una nueva vida. Su recuerdo y su valía siempre perdurarán en las memorias de quienes tuvimos el honor de conocerlo. Que tu alma descanse para siempre en la paz de los bosques, mi señor.

Frío agachó la cabeza, en honor al fallecido. El viejo Sceptile, siempre serio e imperturbable, parecía realmente dolido por la muerte del Rey Eniah. El Golduck no había llegado a intimar con el difunto rey debido a su enfermedad, pero este siempre se había mostrado amable con él; le había proporcionado un hogar, un trabajo, una familia. Si no fuera por él…

El anciano Scepter dejó paso al Príncipe Sievert dedicándole una fugaz sonrisa de ánimo. El príncipe heredero se situó con parsimonia frente a la multitud congregada, la cual esperaba que diese un discurso que se había visto incapaz de preparar. Con el hermoso Arco Blanco y el ataúd de su padre a sus espaldas, inspiró profundamente y comenzó a hablar.

– Primero de todo, quiero agradeceros a todos y cada uno de vosotros el hecho de que hayáis venido a honrar el recuerdo de mi padre. No importa si pertenecéis al Reino de la Luz, al de la Noche o si sois pueblos independientes. Todo eso ya da igual. Porque esto es lo que quiso lograr mi padre: un reino sin fisuras. Sé que él estaría orgulloso si pudiera ver lo que consiguió. Todos unidos… por una buena causa. Quiero pensar que su legado se mantendrá para siempre, y que ambos reinos continuarán unidos, prosperando en paz y serenidad.

El príncipe se detuvo un momento para tragar saliva y recuperar la compostura. Infinitas miradas estaban clavadas en él.

Será un buen rey”, pensó Frío.

– Todos los aquí presentes conocisteis a mi padre como gobernador, pero por encima de eso, fue un gran padre y mejor persona. Lo dio todo por su familia, por sus seres queridos, pero también hizo todo lo posible por ayudar a quienes no tenían nada, aunque no los conociera. Puedo afirmar sin asomo de duda que mi padre fue un ejemplo a seguir.

Sievert agachó la cabeza durante unos segundos. Frío observó cómo las escamas de su pecho se movían agitadas por la emoción.

– Pero las cosas son así –continuó, decidido e imparable–. La muerte nos alcanza a todos por igual, no importa si eres de noble cuna o no, si has sido bueno o te has guiado por actos malvados, si mereces morir… o no. Y nosotros… nosotros debemos asumirlo –Sievert se detuvo por unos instantes para observar, a sus espaldas, el ataúd que contenía el cuerpo de su querido padre, con quien había tenido sus diferencias pero quien siempre había tratado de instruirlo como mejor supo–. Fuiste un gran monarca, padre, y el mejor maestro. Espero estar a tu altura y poder aplicar todo lo que me enseñaste. Que los bosques te acojan y tu alma pueda descansar en paz. Te lo mereces.

Frío observó, con tristeza, cómo su amigo daba las espaldas al concurrido público para acercarse en silencio hacia el ataúd de su padre. Una sola lágrima se derramaba por su rostro escamoso. Por el camino, cogió una preciosa flor verde que el viejo Scepter le tendía. Era una Flor de Jade, hermosa como ninguna, que solo crecía en los bosques del Palacio Real y que no necesitaba luz para echar raíces. Era una tradición que les permitía asegurar que el cuerpo del Serperior estuviera protegido por la madre naturaleza hasta la eternidad. Siguiendo el ritual de la dinastía monárquica del Reino de la Luz, Sievert debía colocarla sobre el cuerpo sin vida de su padre, que posteriormente sería enterrado bajo el Arco Blanco, junto a todos sus predecesores que habían gobernado las tierras de la Luz.

Sievert se detuvo frente al sarcófago. Cuatro sirvientes del Palacio Real se acercaron para retirar, con infinito cuidado, la tapa que cubría el cuerpo de Eniah, de forma que su hijo heredero pudiera concederle su último regalo. Frío observó, apesadumbrado, cómo su amigo Sievert se inclinaba sobre el hermoso féretro, con la Flor de Jade en las manos. Pero, para su sorpresa, un grito furioso se elevó con fuerza sobre el silencioso cielo que cubría las cabezas de los miles de pokémon que allí se habían reunido. El anciano Scepter, quien se encontraba más cerca de Sievert, abrió los ojos como platos y varias expresiones cruzaron su estoico rostro con rapidez. Los ayudantes que habían destapado el ataúd ahogaron un grito. Frío no podía apreciar bien lo que ocurría, pues se encontraba junto a los miembros de la Guardia Real que rodeaban el Arco Blanco, a cierta distancia de su centro, donde Sievert se encontraba. Los soldados a su alrededor miraban a todas partes, incómodos y nerviosos, esperando una orden que les dijera cómo actuar.

– ¡Actuad con normalidad! –intervino el comandante Morin con rapidez tras intercambiar unas breves palabras con Scepter–. ¡No dejéis que los asistentes se acerquen!
– ¿Qué ha pasado, comandante? –preguntó un confuso Pinsir.
– ¡Haz caso, soldado, y no cuestiones mis órdenes!

La Guardia Real se movilizó rápidamente para impedir el paso a la desconcertada multitud, que a aquellas alturas se había cerciorado de que algo iba mal. Frío cumplió las órdenes con impasibilidad, aunque no dejaba de preguntarse qué habría ocurrido. El anciano Scepter se acercó a él y le hizo una señal.

– El Príncipe os reclama. Venid conmigo.

Con sigilo, el Golduck se abrió paso a codazos entre los soldados en formación, siguiendo al viejo Sceptile hasta que alcanzaron al joven Servine. Este se hallaba de rodillas sobre el suelo, temblando de rabia e impotencia al lado del féretro de su padre.

– Padre… –masculló el príncipe apretando la mandíbula. La Flor de Jade estaba despedazada entre sus temblorosos dedos escamosos.

Frío estudió la situación que se sucedía frente a sus ojos y comprendió el colérico grito del príncipe Sievert. La tumba donde debía encontrarse el cuerpo del difunto rey estaba vacía… Y en su lugar solo había un pergamino, con un sello inconfundible.



*  Pasado | Palacio Real  *


Frío cayó como un rayo azulado sobre su adversario, con su garra apuntando al cuello del úrsido recién derribado. Womsa se levantó del suelo aceptando la mano que le tendía el palmípedo. Entre risas y jadeos debidos al cansancio, el robusto Usaring de pelaje pardo lo felicitó repetidas veces.

– ¡Vaya, vaya, asombroso, más increíble incluso que la miel! ¡Este pequeño sí que es rápido! ¡No me gustaría tenerlo como enemigo, no señor!

Frío le devolvió una modesta sonrisa; apenas estaba cansado. Como todas las mañanas, asistía a los campos de entrenamiento del Palacio Real para ser adiestrado en el arte de la batalla. Estos campos consistían en diversas pistas de arena batida repartidas por los alrededores del palacio, en las cuales los pokémon guerreros practicaban el combate cuerpo a cuerpo. Por el momento, no habían supuesto demasiado reto. Algunos enemigos eran formidables, sí, como aquel peludo Ursaring de la Brigada de Entrenamiento, pero no eran lo suficientemente veloces para él.

Mientras observaba distraído la elegante silueta del palacio, Frío escuchó unas palmas que elogiaban su victoria. Se trataba del príncipe Sievert, que solía gustar de observar los entrenamientos de Frío, normalmente acompañado del viejo Scepter –siempre apoyado en su bastón, con su habitual rostro impasible– y el Comandante Morin. El Machamp siempre mantenía un trato cordial con él, pero Frío tenía la sensación de que no era de su agrado, debido –suponía él– al Psíquico con que lo había abatido el día que apareció en el palacio. Aquel día sonreía tras haber visto la batalla y aplaudía lentamente con sus cuatro vigorosos brazos. Sus tortuosas venas, más marcadas que nunca, y el sudor que enmarcaba su rostro, indicaban que él también llegaba de un intenso entrenamiento.

Pero aquella despejada mañana estos no eran los únicos pokémon que habían asistido al combate entre el liviano Golduck, ágil como una sombra, y el peso pesado Ursaring, temible luchador físico.

Shobbes era el encargado de los campos de entrenamiento. Presentaba tez purpúrea y piel gruesa. Aunque no era muy alto, su aspecto y su mala costumbre de comunicarse a berridos –con los cuales exhibía una desmesurada boca en la que cabía cualquier pokémon de tamaño medio– le conferían un aspecto agresivo, que asustaba a quienes no lo conocían. Numerosos cuernos amarillos salían de su enorme cabeza y su espalda, permitiéndole ampliar el volumen de su voz hasta niveles que ni él mismo sospechaba. Por último, dos largas colas en forma de tubo. Sin duda alguna, la cabeza conformaba el 80% del ruidoso Exploud. Todas las mañanas se lo escuchaba gritando órdenes que resonaban en todo el palacio, gracias a su capacidad acústica y a sus descomunales fauces sin fin. Soldado curtido y experimentado, se lo conocía como “el Corneta” pues, según se comentaba por el palacio, durante la Guerra de los Caídos siempre estaba a la delantera de las tropas, movilizándolas y vociferando órdenes con sus potentes cuerdas vocales.

Al lado de Shobbes, se encontraba un delgado pokémon de pelaje amarronado con dos larguísimos bigotes que le llegaban hasta el suelo. Cubriendo su pecho y espalda, una carcasa de color oscuro hacía las veces de armadura protectora. El Alakazam estaba en silencio, pero su mirada penetrante dejaba ver que no se le había escapado detalle.

Por último, dos individuos de pequeño tamaño –comparados con el resto– pero que no pasaban para nada desapercibidos. Eran idénticos, hiperactivos y resultaban bastante curiosos. Los dos tenían la piel lisa y brillante propia de los anfibios. Una antena rizada coronaba sus cabezas, y dos mofletes rosados su rostro. Sus pies y patas estaban palmeados, y su estómago estaba surcado por una hipnótica espiral. Si la memoria de Frío no fallaba, eran dos Politoed. Los dos parecían alegres y parlanchines, actitud propia de su especie. A pesar de su innegable parecido, había algo que los diferenciaba: uno de ellos era de color verde y el otro tenía coloración azul.

– ¡Frío! –lo llamó el príncipe, esperando a que el Golduck se acercase a ellos–, después de hablar con mi padre sobre tus indudables progresos, hemos decidido que iba siendo hora de que conocieses a nuestro Maestro de Energías Mentales –señaló con su brazo al reservado Alakazam–. El Maestro Houdin, experimentado en el estudio de la mente, está interesado en tus capacidades. Está claro que tienes un potencial poco común, y hasta el momento no has sabido controlarlo, ni aprovecharlo al máximo. Por ello, el reto que te proponemos hoy es un poco más difícil.

Sievert hizo un gesto a los dos Politoed y estos se acercaron, mostrando a Frío sus enormes e idénticas sonrisas.

– Estos son Hoob y Tood –los introdujo el príncipe.
– ¡Hola, croac, hola! –saludaron los dos al unísono.
– Euh… –Frío los miró con confusión, pues los dos Politoed tenían sus grandes ojos clavados en él–. Hola, un placer conoceros.
– Desde que empezaste a entrenar en los campos –continuó Sievert–, has progresado hasta el punto de vencer a tus oponentes sin darles tiempo a reaccionar. Hemos sido conscientes de que tus últimos combates no han supuesto un verdadero reto y, tras comentarlo con nuestros Líderes de Guerra –dijo señalando al imponente cuarteto conformado por el Sceptile, el Machamp, el Alakazam y el Exploud– nos gustaría que exprimieses tu potencial. Para ello tendrías que estar de acuerdo, claro; pero creo, amigo mío, que te podría resultar interesante para aprender a manejar esos Psíquicos incontrolables que te asolaban al principio.

Lo cierto era que llevaba un tiempo sin sufrir los dichosos dolores de cabeza que culminaban en una liberación de energía con la posterior pérdida de consciencia.

– El Maestro Houdin piensa que tus desmayos están relacionados con tu autocontrol –continuó el Príncipe Sievert–, y cree que los hermanos Hoob y Tood supondrían un nuevo reto para tu entrenamiento. ¿Qué te parece? ¿Te atreves con ello?
– Haré lo que pueda, príncipe –contestó con educación el Golduck, quien pese a su aspecto tranquilo estaba deseando probar sus habilidades con los hermanos Politoed. La adrenalina comenzaba a correr por sus venas.
– ¡Genial! Y ahora disculpadme, pero por más que me gustaría ver el combate, debo irme. Mi padre no se encuentra muy bien, ya sabéis que últimamente está algo débil… Mantenedme informado, caballeros. ¡Buena suerte, Frío! –se despidió.

El príncipe se alejó en dirección al palacio y los combatientes se situaron en el campo de entrenamiento, observados a una distancia prudente por Scepter, Morin, Corneta Shobbes y el misterioso Maestro Houdin. A un extremo del campo, Hoob y Tood miraban sonrientes a Frío, quien se encontraba en el extremo opuesto.

– ¡Croac! ¿Estás preparado, estás? –dijeron al mismo tiempo los dos Politoed mientras saltaban ágilmente con sus flexibles patas sobre un mismo punto del terreno herbáceo que conformaba el campo de batalla.
– Cuando gustéis –Frío entornó la mirada y se preparó para evadir cualquier asalto inesperado.
– ¡Sí gustar, nosotros gustar! ¡Allá vamos, croac! –y cada uno de los ansiosos Politoed se lanzaron a una velocidad vertiginosa hacia el pato acuático.

El Golduck se impulsó con las vigorosas patas palmeadas para saltar hacia un lado, haciendo que los gemelos fallaran en su diana. Sin embargo, antes de que el palmípedo azul pudiese reconducir su postura, los dos hermanos salieron disparados hacia él de nuevo, con renovada energía. Equilibrándose velozmente con su cola, Frío esquivó de nuevo la ofensiva, esta vez por una milésima de segundo. Podía sentir el aire generado por los Politoed, que se movían sobre él como veloces pelotas de goma, sin dejarse ver.

– ¡El pato es rápido, sí, es rápido, croac! –reían los alocados hermanos sin parar de atacarlo, mientras el sobrio Golduck continuaba evadiendo sus ataques con no poca dificultad.

Esto es nuevo; son muy veloces. No me he batido con guerreros así antes. Me gusta.

Aprovechando un breve momento en que se vio libre de intentos de embestidas, Frío decidió tomar la iniciativa, pues era consciente de que no era dueño de la situación, y era una sensación a la cual no estaba acostumbrado. Intentar visualizar a los Politoed no había resultado eficiente; eran demasiado rápidos. De modo que cerró los ojos, tratando de ayudarse de sus otros sentidos. Su oído le era de gran ayuda, el olfato no tanto; pero si había algo que lo ayudaba era esa especie de sexto sentido que no sabría definir, y que le permitía localizar adversarios por mera intuición. De modo que se concentró en la perla de su frente, la parte de su cuerpo que parecía gobernar esa habilidad que ni él mismo comprendía.

Sí, siento su presencia.

A pesar de tener los ojos cerrados, su oído y su sexto sentido le dieron toda la información que necesitaba. Cuando uno de los hermanos –creía que era Hoob– salió disparado como un misil hacia él, Frío saltó sobre sí mismo y golpeó en dicha dirección con toda la fuerza de su cola, que había adquirido un brillo metálico. El Cola férrea chocó contra el aire, pues el Politoed –que había resultado ser Tood– había rodado para esquivarlo en el último momento.

– ¡Hoob y Tood, croac, Tood y Hoob! –se burlaban los gemelos mientras daban brincos, excitados. Sin embargo, se mantenían atentos al pokémon pato, quien les había demostrado que podía anticipar sus movimientos.

He calculado con precisión, sin embargo lo ha conseguido esquivar… Está bien, probaré mi único movimiento rápido que resulta efectivo contra su tipo.

Mientras meditaba… ¡Fum! Hoob lo golpeó por la espalda con fuerza, empotrándolo contra el suelo herbáceo. Finalmente Bote había alcanzado su objetivo.

– ¡Hoob es más rápido que Tood, já! ¡Más rápido, croac!

Parecen tomárselo a broma… ¿Acaso no se están esforzando? Se están burlando de mí, saben que no tengo el control. Debo cambiar el combate a mi favor.

Se levantó del suelo con el orgullo herido y se colocó en posición de defensa. Nunca le había costado tanto percibir el punto débil de un enemigo, por lo que se concentró al máximo.

Su vientre parecía una zona de debilidad, quizás si consigo alcanzar a uno de ellos…

El Golduck cerró los ojos de nuevo y cuando sintió la presencia de uno acercándose para golpearlo de nuevo, Frío salió disparado con la garra por delante, buscándolo. Sin embargo, el Golpe aéreo no alcanzó su objetivo debido a que el otro Politoed lo había agarrado de la cola, cortando su trayectoria y obligándolo a derrapar sobre el terreno.

"Maldita sea... El problema es que no es un contrincante, sino dos; y cada uno llega desde una dirección distinta. Este combate es desigual. ¿Qué pretende ese Alakazam...?"

Agudizando el oído, Frío saltó un metro hacia la derecha justo a tiempo para esquivar al veloz Tood, que se había lanzado hacia él. Un segundo después, percibió un cuerpo que caía desde el cielo sobre su cabeza; el Golduck tuvo el tiempo exacto para contraatacar con Demolición al Politoed de color verde, que fue derribado contra el suelo. Sobre el estómago del anfibio se había formado un amoratado cardenal, pero no tardó el levantarse para continuar brincando y acosando al Golduck desde las alturas. Por supuesto, Frío no había golpeado al pokémon rana con todo su potencial, pues se trataba de un mero entrenamiento.

– ¡Tood sabe esquivar, no como Hoob, já! ¡Hoob fue alcanzado por el pato furioso!

Las bromas de los hermanos Politoed estaban comenzando a exasperar a Frío, quien no estaba acostumbrado a no manejar la situación. Debía reconocer que estaba disfrutando, pero no encontrar la manera de dar la vuelta al combate lo ponía tenso. No tenía sentido usar sus movimientos especiales de tipo Agua, pues los hermanos eran también seres acuáticos. Continuó pensando, manteniendo la compostura. Si algo se le daba bien, era mantenerse en calma y tranquilidad. En ese momento, los dos hermanos arremetieron de nuevo. Uno de ellos lo sujetó por las patas y el otro lo atizó varias veces con las manos palmeadas en la cara.

– ¡Nosotros pelear, sí! ¡Nosotros gustar!

Humillado por el Doblebofetón, y de forma más innata que meditada, Frío generó con cada mano un potentísimo chorro de agua, cada una de las cuales alcanzó con fuerza el rostro de sus dos agresores; no los había dañado mucho, pero al menos los había apartado de él. Los dos hermanos fueron arrastrados por el suelo debido a la fuerza del ataque. Empapados, se sacudieron el agua de sus cuerpos y volvieron al acoso del Golduck, cercándolo entre los dos.

– ¡Pato al agua, sí! ¡Nosotros gustar agua, croac!

A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa. A Frío no se le escapó la mirada de asentimiento que el carismático Alakazam les envió a los gemelos. Hoob y Tood empezaron a dar brincos de varios metros de altura mientras entonaban un cántico que se transformaba en una melodía más bien siniestra. Frío estudió a sus enemigos, perplejo. ¿Debía esperar o atacar? ¿Qué estaba pasando?

– ¡El pato va a caer, contaremos desde tres! –cantaban los gemelos mientras saltaban a su alrededor, en movimientos circulares.

Esto está siendo muy raro. Voy a atacar”, se dijo a sí mismo. Puso las piernas en tensión preparándose para saltar, descubriendo horrorizado que sus extremidades no le respondían.

– ¡Dos, dos, ya van dos, nuestro pato se achantó! –el cerco que formaba el baile de los hermanos Politoed se hacía cada vez más pequeño.

Sintiéndose cada vez más encerrado, Frío intentó concentrarse, sin dejar que la desconfianza –pues no estaba acostumbrado a esa sensación de impotencia– se apoderase de él. La danza de las ranas se estaba convirtiendo en algo muy inquietante, sentía cómo perdía vitalidad a un ritmo alarmante y estaba comenzando a sufrir un dolor de cabeza que conocía muy bien.

Sus piernas se doblaron, cayendo de rodillas sobre la hierba mojada. Su visión se nubló y vio muchos puntos brillantes. No comprendía qué le estaba ocurriendo, pero estaba claro que la danza de los gemelos Politoed era la causa.

– ¡Uno, uno, sólo queda uno! ¡Cuando acabe esta canción no quedará ninguno! ¡Croac! –gritaron los gemelos, finalizando la danza y lanzándose con todas sus fuerzas hacia el pato, los dos a la vez.

Sintiéndose a punto de desfallecer, Frío gritó de dolor y notó cómo le ardía la gema de su frente, el dolor de cabeza se había tornado insoportable. No tuvo tiempo de sentir el último golpe de los Politoed, pues una descomunal cantidad de energía manó de su cuerpo, exprimiendo la poca fuerza que le quedaba.

Otra vez no…

Sin saber quién había ganado el enfrentamiento, Frío sintió cómo caía a cámara lenta, desplomándose sobre el suelo. Su sudorosa cara estaba pegada a la hierba del campo de entrenamiento. Lo último que vio fue el inescrutable rostro del Maestro Houdin frente al suyo.

Después perdió el conocimiento.



*  Presente | Palacio Real  *


Era la primera vez en mucho tiempo que los Hijos de Artemis se reunían de nuevo en una asamblea formal. Los asistentes se agrupaban bajo el nombre del más antiguo de los antepasados de la dinastía Serperior; el único de su nombre y el primero en gobernar el Reino de la Luz, siglos atrás: Artemis. Si bien el nombre del Consejo de Guerra había permanecido inalterado, no ocurría lo mismo con sus integrantes.

Varios de los asistentes habían sido miembros del anterior consejo y fueron activos guerreros durante la Guerra de los Caídos, treinta años atrás. Entre ellos se encontraban el anciano Scepter, el Maestro Houdin y Corneta Shobbes. El último antiguo componente del consejo era un primo hermano de Eniah: un longevo Serperior de escamas blanquecinas y ojos arrugados, de quien se decía que había sido un hábil estratega con gran memoria. Lamentablemente, su sano juicio se había perdido en la Guerra de los Caídos; pero la fama que lo precedía le confería el honor de continuar en el consejo.

Presidiendo la cabecera de la enorme mesa de caoba alrededor de la cual se reunían, se encontraba el Príncipe Sievert, ocupando el lugar que durante tantos años había pertenecido a su padre, el sabio Rey Eniah. Sievert era consciente de las arduas decisiones que se habían tomado en el mismo asiento que ahora él ocupaba y, si bien nunca se había mostrado entusiasmado por gobernar –pues a él, lo que realmente le apasionaba era viajar por el mundo para empaparse de diferentes culturas y costumbres–, se había prometido a sí mismo que no dejaría a su padre en un mal lugar. Bastantes problemas había ocasionado ya el hecho de que no fuese un hijo legítimo; demostraría a todo su reino que era digno del cargo que le había sido impuesto.

Como nuevos reclutas de los Hijos de Artemis, se encontraban el Comandante Morin, el ama de llaves Himeria –que además de ser experta en labores del hogar y como comadrona, había sido instruida en el arte de la defensa–, Niara –una impulsiva y desconfiada Servine de color pistacho, sobrina de Eniah y prima de Sievert– y Fersei –una Floatzel de ojos fieros y afilados colmillos, que formaba parte de la Brigada de Entrenamiento y era una mortífera luchadora.

Cerrando el círculo, y por petición expresa del Príncipe Sievert, se encontraba Frío. Todos ellos estaban en silencio, esperando a que el heredero tomara la palabra. Abierto de par en par, en medio de la mesa, se encontraba el pergamino que habían encontrado en la tumba del Rey Eniah. Su contenido se reducía a una palabra: “Venganza”, acompañada de un sello inconfundible: una flecha horizontal que atravesaba una luna en cuarto creciente.

– Bien –habló finalmente el descompuesto Servine. Su mirada delataba el inmenso dolor que lo consumía por dentro, pese a lo cual estaba cumpliendo su papel con una entereza admirable. El mensaje es del Reino de la Noche, no cabe duda. Lleva el símbolo distintivo del Castillo de Virendel. La pregunta que me carcome por dentro es: ¿Por qué? ¿Por qué se han llevado el cuerpo de mi difunto padre? ¿Por qué él, quien siempre se esforzó por tratar a ambos reinos por igual, con justicia e imparcialidad? Y, sobre todo… ¿Cómo han burlado la vigilancia del palacio y de la sala donde se encontraba el cuerpo de… –tragó saliva con dificultad– de mi padre?
– Mi príncipe, si me permitís –habló el longevo Serperior, que se llamaba Shaek–, la desaparición del cuerpo de vuestro padre es un delito sumamente grave. Personalmente, lo veo como una provocación a la corona, una ofensa imperdonable. En mi humilde opinión, el Reino de la Noche se ha sublevado contra su coronación, príncipe. ¡Y el Palacio Real debería responder, digo yo! Dicha traición debería ser castigada, por no hablar de la obligación de recuperar el cuerpo de vuestro difunto padre, digo yo… –el viejo Serperior acabó murmurando unas palabras inteligibles con la mirada perdida, probablemente juramentos contra el bando enemigo, al que nunca había perdonado.
– Mis afiladas hojas están a tu disposición, primo –la joven Servine colocó su pequeña mano sobre la de su pariente.
– ¡También mis puños! ¡Si usted declara la guerra, mi príncipe, déjeme jurarle que recuperaré el cuerpo de su, si me lo permite, grandioso padre e inigualable rey! ¡Lucharemos en su memoria! –la enérgica Floatzel se arrodilló junto a Sievert.

Un murmullo de asentimiento generalizado cubrió la sala, hasta que se escuchó una voz carraspeando, reclamando atención.

– ¡Ehem, ehem! –el anciano Scepter dio tres toques en el suelo con el extremo de su bastón para hacerse oír sin hablar demasiado alto. Cuando el silencio se hizo, comenzó a hablar–. Como todos sabemos, el cuerpo de nuestro difunto rey ha desaparecido misteriosamente. Nadie aparte de nosotros ha podido tener acceso a él, de modo que debemos plantearnos algún tipo de encantamiento o truco mágico. Creo que no debemos precipitarnos antes de tratar de dialogar con el Reino de la Noche, pues no veo razones por las que el Castillo de Virendel quisiera provocar la guerra después de tantos años de paz. Se nota –añadió sin mirar a nadie pero dirigiéndose sin ningún tapujo a los entusiasmados jóvenes que acababan de hablar– que no vivisteis en vuestras carnes la Guerra de los Caídos.
– Estoy totalmente de acuerdo con Sir Scepter –añadió secamente el Maestro Houdin, cuya analítica mirada había estudiado el entorno en silencio–. La guerra es algo serio, siempre va ligada a la muerte y al sufrimiento, y desde luego iniciar una no es algo que se deba decidir de la noche a la mañana...
– Mi príncipe –el Sceptile volvió a tomar la palabra para dirigirse directamente a Sievert–. Sabéis tan bien como yo que esto no es lo que vuestro padre hubiera querido. Todos los aquí presentes conocemos a Selise y a los miembros del Consejo de Virendel; y nuestras reuniones siempre resultaron productivas. Nunca me pareció que ansiasen más poder del que tenían, sino todo lo contrario. Siempre se mostraron pragmáticos, sinceros y deseosos de mantener la paz. Si tratáramos de dialogar ellos, tal vez podríamos encontrar la causa de este desafortunado incidente…
– Gracias, Scepter –lo cortó Servine, con una mirada sedienta de sangre que Frío desconocía en su amigo–. Agradezco tus sabios consejos, pero esto es algo que nunca ha ocurrido en la historia del Palacio Real. Es un insulto a mi familia, y lleva la marca del Reino de la Noche. Desconozco la razón por la que lo han hecho, probablemente quieren recuperar el poder, aprovechándose de la muerte de mi padre; no lo sé. En cualquier caso, teníamos un pacto de respeto y no agresión… y lo han roto de la forma más despreciable posible.

Frío admiró asombrado el cambio de personalidad que había sufrido su amigo el príncipe. La desolación y la búsqueda de venganza habían cegado por completo la valiosa sensatez que lo caracterizaba. El Golduck observó, en silencio, cómo el anciano Scepter y el Maestro Houdin se miraban de reojo, aparentemente preocupados. El Príncipe Sievert se levantó de su asiento y clavó una colérica mirada en la hermosa cristalera que cubría el techo de la estancia.

– El Palacio Real no olvida. El Palacio Real declara la Guerra. ¡En tu honor, padre!

La figura del joven Servine quedó recortada por los rayos de sol que entraban a través de la cristalera, pugnando por entrar. Su cuerpo se alargó y aumentó considerablemente de tamaño, perdiendo en el proceso sus brazos y piernas. Su cuerpo beige cambió de color, tornándose de una selvática tonalidad verde, surcada por hermosas franjas amarillentas que parecían emular el crecimiento de las plantas. Por último, su rostro se alargó y dos largos cuernos amarillos crecieron tras su cabeza, otorgándole un aspecto majestuoso y señorial. El príncipe se había transformado. Jamás se había parecido tanto a su progenitor.

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Capítulo 5. La Sombra de Thorn
« Respuesta #5 en: 23 de Septiembre de 2016, 01:21:11 am »
Capítulo 5. La Sombra de Thorn
(BRUTUS)



*  Presente | Coliseo de Thorn  *


El descomunal coliseo de piedra se erigía sobre el terreno con altivez y soberbia, pese al estado semiderruido en que se encontraba. Nadie sabía exactamente cuándo ni por quién había sido construido. La mitad de sus arcos se habían desmoronado siglos atrás, y los materiales que la formaban reflejaban con claridad el paso del tiempo, pero seguía siendo la construcción más imponente del lugar y, con diferencia, el lugar más respetado por los habitantes de Thorn, comúnmente conocidos como Los Desterrados.

El sol incidía con agotadora tenacidad sobre el arcaico monumento, que aquel día estaba a rebosar: cientos de pokémon ocupaban, de forma anárquica y alborotada, las carcomidas gradas que rodeaban la plaza circular. Todos ellos parecían haber acudido para conocer a la joven promesa de la que tanto se hablaba. Mientras el público esperaba a que dieran comienzo los Juegos de Sangre, Brutus observaba cómo a varios metros de distancia, un distraído Rattata buscaba con ahínco un sitio elevado desde el que poder ver el espectáculo. Inconscientemente, levantó una garra y se relamió las fauces con deleite, saboreando el deseo de aplastar al pokémon rata lentamente bajo sus dedos y probar después su carne caliente y jugosa. Desgraciadamente no podría saciar su apetito; los pokémon del lugar conocían bien a Brutus, y pocos osaban acercarse a él.

“Tienes suerte de que hoy no tenga hambre, pequeña.”

La emoción del espectáculo dibujó una sonrisa en sus labios, descubriendo dos hileras de blancos y afilados colmillos. Se encontraba en el palco presidencial, el lugar más privilegiado de todo el Coliseo, siendo el punto de mayor altura gracias a los cuatro antiguos pilares de piedra que lo elevaban por encima de las gradas. Apoyado en el suelo sobre sus cuatro fornidas extremidades, su denso pelaje negro se agitaba con entusiasmo ante el olor de la sangre todavía no derramada. Impaciente por el comienzo de los Juegos, sus ojos de color escarlata se dirigieron al resto de integrantes del palco.

En el extremo opuesto del palco presidencial, una estilizada figura cuadrúpeda tenía la mirada perdida en el campo de tierra batida que conformaba la arena del Coliseo. Ella, al igual que él, amaba las peleas. Sí… La adrenalina, la destrucción, el caos… el poder de la vida en sus garras. Los ávidos ojos de Brutus recorrieron ansiosos el fino pelaje violáceo de la hembra, que estaba alterado en determinadas zonas por anillos de un tono ocre claro. Su esbelto y fino cuerpo culminaba en una ágil cola en forma de guadaña.

“Oh, sí… Kenya es una hembra digna de admirar.”

Su pequeña cabeza de largos bigotes y ojos del color del mar –tan peligrosos como cautivadores– se giró para dedicarle una seductora mirada, pero Brutus apartó la vista rápidamente.

“Tan embriagadora, tan apetente, tan… salvaje. Es ciertamente fascinante, pero también caprichosa, como todas las Liepard… Y peligrosa.”

Brutus y Kenya flanqueaban los dos extremos del palco presidencial, en el centro del cual se hallaba la altiva, extraordinaria y misteriosa Bruja Blanca. Su ardiente y estilizado pelaje albino brillaba como los deslumbrantes rayos de sol, y su impetuosa mirada –siempre que un ser vivo fuese merecedor de que Ella rebajase su dignidad para mirarlo a los ojos– quemaba. Coronando el palco presidencial –que sus súbditos se habían encargado de adornar con cojines, alfombras y cortinas rojas que resaltasen su blanco inmaculado sobre el árido Coliseo–, movía sus nueve colas con gracia y vanidad. Sí, la Bruja Blanca era imponente y letal. Tan solo había llegado a Thorn unos meses atrás, y sin embargo sus promesas la habían convertido en una especie de emperatriz para los Desterrados. Todo el mundo la temía y sus órdenes jamás eran cuestionadas por nadie. Excepto…

Brutus giró su alargada cabeza unos centímetros para observar en silencio al acompañante de la Bruja Blanca. Sin rostro, sin patas, sin pelo, sin dientes. Compuesto de puro cristal helado, ese siniestro Cryogonal siempre acompañaba a la Ninetales levitando a su alrededor, sin separarse de Ella en ningún momento. Sorprendentemente, era capaz de mantener su cuerpo bajo cero pese a permanecer al lado de la llameante Bruja Blanca. Además, tenía la macabra habilidad de descomponerse en vapor de agua, yendo de unos sitios a otros sin ser visto, para regenerar su forma helada cuando le apetecía. Esto lo convertía en el espía perfecto para la Bruja Blanca; nadie hablaba mal de Ella, pues nunca se sabía si el pokémon de hielo estaría supervisando el ambiente. Cuando parecía que no estaba allí, un pequeño remolino convertía el aire en gotas de agua, después en nieve y finalmente en hielo. Y de repente, ahí estaba el Cryogonal, aparecido de la nada.

Brutus no conocía bien a aquel tipo, pero no le daba buena espina. La ausencia de rostro le daba escalofríos; nunca se podía saber lo que estaba pensando. Sin embargo, ese ser era quien lo había reclutado para los cambios que se avecinaban, así que debía estarle agradecido. Un Nuzleaf pasó corriendo junto al palco presidencial, meneando la hoja de su cabeza y observándole de reojo. Lo temían… y eso le gustaba. Lo hacía sentirse poderoso.

La Bruja Blanca se incorporó sobre su propio cuerpo; sus nueve colas se expandieron con abrasadora vida propia, multiplicando su tamaño. El palco presidencial le permitía ser observada por el inmenso público, que al verla de pie hizo súbitamente el silencio. La atmósfera era tensa, expectante, chispeante.

“Esa mujer es mágica. Tiene algo que… no es normal.”

– Bienvenidos y bienvenidas seáis todos y todas –la Bruja Blanca habló con una voz suave que se hizo escuchar en todos y cada uno de los rincones del Coliseo–. Nada me agrada más que contar con vuestra presencia aquí hoy. Los habitantes de Thorn… debemos estar unidos.

Los Desterrados escuchaban con callado entusiasmo. Las tierras de Thorn servían de hogar para todos aquellos pokémon que habían sido expulsados del Reino de la Luz o el Reino de la noche, impidiéndoles regresar bajo pena de muerte. Obligados a partir hacia el exilio, con la imposición de no regresar nunca más. Todos ellos estaban allí por una razón: asesinos, ladrones a gran escala, traficantes de esclavos… El castigo se había impuesto muchísimos años atrás, de modo que multitud de generaciones de criminales se habían encontrado en Thorn, formando una extraña comunidad. Y, cada vez que un crimen importante era cometido en la región, un nuevo Desterrado llegaba a sus dominios.

Presos del alma indómita que los había llevado a cometer crímenes imperdonables y alejados de la sociedad para encontrarse en un régimen anárquico y sin reglas, se habían convertido progresivamente en poco más que bestias salvajes. Tenían raciocinio, pero sucumbían a los impulsos más crueles y feroces de la naturaleza. Cuando había un desacuerdo o uno de ellos tenía ganas de bronca, los Desterrados lo resolvían mediante la violencia; la ley del más fuerte. Sí, les gustaba demasiado pelear. Thorn no albergaba edificaciones, aparte del Coliseo y diversos edificios semiderruidos que parecían pertenecer a una antigua civilización. La ausencia de camas calientes no suponía un problema para los pokémon exiliados; dormían al aire libre, acorde con la naturaleza silvestre que reinaba en todos ellos.

– …como hermanos y hermanas, que es lo que somos –el discurso de la Bruja Blanca continuaba, con su voz aterciopelada y sus promesas de caramelo–. Se acercan tiempos difíciles para aquellos que nos expulsaron de nuestros hogares. Pero con vuestra ayuda, mis Desterrados… ¡Prometo que os sacaré de aquí y recuperaremos lo que nos corresponde! ¡Nuestra tierra!

Los Desterrados se levantaron y vitorearon desde las gradas. Cientos de gritos, aplausos, chillidos de todo tipo… los más impulsivos golpearon lo que tenían más cerca con una excitación que no sabían manejar de otra manera. “¡¡LA BRUJA BLANCA!! ¡¡LA BRUJA BLANCA!!”, se escuchaba por todo el Coliseo a voz de coro. Una breve mirada de la fogosa Ninetales bastó para acallarlos.

– Falta muy poco, hermanos y hermanas. Como cada día, los Juegos de Sangre servirán como entretenimiento para llevarnos a la victoria. Solo los mejores guerreros sobrevivirán para demostrar su poder… y formar parte del Ejército de Desterrados.

Sus nueve y esponjosas colas blancas ardieron, otorgándole una apariencia tres veces mayor a la normal; sus ojos escarlata brillaron como el sol abrasador.

“Decididamente… Es una Ninetales imponente. Venida del mismo Sol.”

La Bruja Blanca elevó la cabeza y aulló con vigor a todo el Coliseo. Sin que nadie supiera cómo, había roto la jerarquía caótica y desordenada que reinaba en Thorn hasta su llegada, convirtiéndose en una suerte de Emperatriz de los Desterrados, uniéndolos al otorgarles un objetivo común y siendo aclamada por ello. Segundos después, Kenya y Brutus se sumaron a su grito de guerra con impetuosidad, haciendo gala de sus puestos privilegiados al lado de la Bruja Blanca. Finalmente, las tres fieras culminaron el apasionado y siniestro frito de guerra, que en la oscura noche hubiera puesto los pelos de punta a cualquiera.

– ¡Que den comienzo los Juegos de Sangre! –gritó la Bruja Blanca con brío.

Entre ovaciones y aclamaciones, las miradas del enaltecido público se clavaron en las dos puertas de rejas que se encontraban en el ruedo, cada una en un extremo del mismo, bloqueando la salida de los oscuros pasillos hacia la plaza. Un Primeape a un extremo y un Infernape al otro se encargaron de retirar las oxidadas verjas, permitiendo salir a las dos criaturas que habían de luchar por salvar la vida.

De un extremo de la plaza salió una bestia gris acorazada en toda su extensión por placas de dura roca. Su cabeza estaba coronada por dos largos cuernos, uno pequeño en la frente y otro de considerable longitud, casi más grande que su cabeza, haciendo las veces de nariz. La tierra batida se levantaba al paso de sus cuatro gruesas y robustas patas conforme caminaba hacia el centro de la pista, ondeando su gruesa cola con ferocidad. El suelo parecía temblar bajo sus poderosos pies mientras movía su cabeza de arriba abajo con violencia, presumiendo del ostentoso cuerno que parecía capaz de perforar cualquier cosa.

“Conozco a ese Rhydon. Lo llaman Zero y es más bruto que una manada de Aggron. Pobre de su contrincante…” –Brutus salivaba por el frenesí que le producían las batallas a vida o muerte.

En el extremo opuesto del Coliseo, un cuerpo sinuoso apareció arrastrándose en movimientos curvos con espeluznante rapidez desde la oscura entrada donde había aguardado hasta ese momento. Sus oscuras escamas raspaban la tierra a su paso, y el sol arrancaba algún que otro destello debido a las placas doradas que recubrían algunas zonas de su cuerpo reptiliano. Cuando llegó frente a su adversario, se detuvo y lo miró con osadía a través de sus ojos rasgados, seguros de sí mismos y ávidos de destrucción. Sin duda era un ejemplar de considerable tamaño.

“Así que Hiss, esa Seviper canalla… Sí, esto estará interesante.”

El Rhydon se apoyó sobre sus patas traseras, se puso de pie y bramó con violencia, haciendo temblar cada rincón del Coliseo y ganando los aplausos del entusiasmado público. La serpiente esperó a que se hiciese el silencio para sisearle con prepotencia, haciendo sobresalir su lengua bífida entre dos largos colmillos, que debían alcanzar unos 30 centímetros y eran de un peligroso color granate. “¡Shhhhhhst!”, alargaba su grito de guerra mientras sonreía con descaro al furioso Rhydon. En un veloz movimiento, su cola en forma de cuchilla se estampó contra el suelo, levantando una impresionante polvareda que escondió momentáneamente a los dos gladiadores de la vista del público, consiguiendo con ello los vítores de los asistentes desde las gradas.

Brutus se acomodó entre sus patas y sonrió, observando el campo de batalla con violenta expectación. Los dos gladiadores se habían medido y habían lanzado sus gritos de batalla. El público se levantó excitado, aplaudiendo y gritando a los dos concursantes. Los Juegos de Sangre habían comenzado.

La serpiente siseó de nuevo, a la vez que elevaba su cuerpo sobre el suelo, alzando su cabeza a considerable altura sobre la de su oponente. El rinoceronte de roca no se dejó amilanar; tras un intenso bramido, arrastró su pata delantera varias veces sobre el suelo, levantando una nube de polvo. Tomó carrerilla, comenzó a correr… y embistió con todas sus fuerzas. El descomunal y afilado cuerno del Rhydon iba directo a lo que hubiera sido el corazón de la Seviper, si el retorcido bífido no se hubiera escurrido en lo que pareció un milisegundo.

Brutus exhibió sin darse cuenta una mueca de desagrado. Como todos los pokémon reptiles, la serpiente le daba repelús, especialmente cuando se retorcía y demostraba que era capaz de huir de cualquier movimiento, para aparecer de la nada con su asqueroso y veloz cuerpo de escamas.

La cola-cuchillo de Hiss surgió de la nada en dirección al robusto cuello del pokémon bicorne, pero este logró anteponer sus poderosos brazos de roca para frenar la ofensiva. Se escuchó un potente “clonk” cuando la cortante cola chocó en seco contra la dura piedra.

Sí, así eran los Juegos de Sangre. Matar o morir. El público chillaba de puro éxtasis, de pura emoción. Algunos animaban a uno de los concursantes, otros vitoreaban al otro. Todos se decantaban por una parte, pero les daba igual quién viviera o muriera; se limitaban a disfrutar llanamente del espectáculo. La vida propia en juego de la habilidad… Después de todo, sólo era un juego, ¿no?

El cuerporroca lanzó otra cornada que de nuevo falló su objetivo. No cabía duda de que ese cuerno en espiral era capaz de atravesar cualquier material, pero su táctica de ataque bruto parecía no comprender estrategia alguna. ¿Estaría nervioso el Rhydon, o simplemente era un canalla agresivo que se limitaba a golpear cosas hasta romperlas?

“Tengo entendido que, pese a su indudable fuerza, no es muy inteligente. Se ha ganado el respeto de muchos gracias a su resistencia y brutalidad, pero eso no le servirá. No en los Juegos de Sangre, y no contra la asquerosa Hiss.”

La serpiente aprovechó el desequilibrio del Rhydon por la ofensiva fallida para atizar su costado con toda la fuerza de su musculosa cola. El rinoceronte retrocedió ante el potente golpe de la Seviper, levantando su brazo para observar los daños. Todos los espectadores pudieron observar cómo, en su costado derecho, la dura coraza que protegía al pokémon de Roca se había resquebrajado como efecto del impacto. La armadura había cumplido su cometido, pues sin ella, la contusión le habría provocado una parada cardiorrespiratoria. Sin embargo, la serpiente había descubierto, no sin regocijo, que la protección rocosa de su adversario se podía romper. Mientras este se recuperaba, la desagradable Seviper dio una rápida vuelta alrededor de la pista para complacer a su público.

“Será engreída... Esa Hiss es realmente veloz. Me encantaría borrarle esa sonrisa con mis mandíbulas.”

El robusto pokémon de roca se levantó con determinación; después de todo, exceptuando en la zona de su costado, su armadora rocosa permanecía intacta. Y lo más importante, estaba vivo… y con sed de sangre. Lentamente, se elevó sobre sus patas traseras y, haciendo gala de una furia que habría asustado a todo ser vivo, dio un fuerte pisotón al suelo, haciéndolo temblar. Los espectadores contemplaron anonadados cómo el Rhydon invocaba el poder de la Tierra; del suelo emergieron multitud de pedazos de roca de diversos tamaños, todos ellos cortantes, afilados… y mortales. Los fragmentos rocosos permanecieron flotando en el aire durante unos instantes a media distancia entre los dos pokémon, hasta que Zero bramó con furia y salieron disparados hacia el cuerpo de la serpiente, cuya burlona mueca se convirtió, por primera vez y durante un fugaz instante, en una mezcla de sorpresa y temor. 

La serpiente se retorció violentamente con su alongado cuerpo para evitar la ofensiva, pero ya era tarde: como demostró su agónico chillido rabioso, la lluvia de rocas había alcanzado su objetivo y varios de los fragmentos rocosos habían perforado su sinuosa silueta, provocándole numerosos cortes. La sangre brotaba de aquellos lugares donde el golpe había partido sus gruesas escamas. Sin embargo, el movimiento Roca afilada no hizo caer a la Seviper, sino todo lo contrario… su determinación, teñida de cólera y ansias de venganza, aumentó. La serpiente siseó de nuevo y comenzó a acercarse de nuevo al rinoceronte, dejando un rastro de sangre negra en la tierra batida.

“¿Pero qué mierdas lleva ese bicho en su interior? ¿Sangre negra? No debe haber una sola célula en su cuerpo que no destile ponzoñoso veneno”, se asqueaba Brutus sin desviar su atención del combate. Nunca perdía detalle en los Juegos de Sangre. Primero, por el morbo que le producía ver a los gladiadores luchar por su vida. Y segundo, porque aprendía de todos aquellos que algún día podían convertirse en sus enemigos. Gracias a su perversa capacidad de observación, siempre sabía quién iba a salvar la vida desde los primeros minutos de enfrentamiento. Y aquel día, lo tenía muy claro.

Con una velocidad apabullante, el escamoso pokémon recorrió la distancia que los separaba y se lanzó hacia el Rhydon con sus descomunales mandíbulas abiertas, mostrando sus largos colmillos venenosos. El silencio se hizo en el público cuando de sus fauces salió disparado un chorro de espeso líquido púrpura que acertó en la cara del pokémon rocoso. Zero se tapó los ojos con sus toscas manazas, vociferando a la nada de puro dolor.

– ¡Me has dejado ciego! ¡Hija de puta, me has dejado ciego!

El Rhydon continuaba agonizando de dolor y sufrimiento, cayendo de rodillas sobre la pista y con los brazos todavía tapando sus ojos. Cuando finalmente los apartó, el público pudo ver cómo en el lugar de sus ojos había un espeso líquido venenoso que corroía todo lo que tocaba; el material rocoso de su cara se había tornado de un feo color necrótico y parecía estar derritiéndose.

– ¡Ha hecho trampa! –bramaba tambaleándose de un lado para otro, con torpeza debido a su repentina ceguera–. ¡Eso no se permite en los Juegos!

Los Desterrados hicieron el silencio; todos apartaron las miradas del campo de batalla para posarla sobre el palco presidencial, en espera de la decisión de la Bruja Blanca. La majestuosa Ninetales se levantó, siempre flanqueada por sus nueve colas y su siniestro acompañante de hielo, y se dirigió a sus seguidores:

– Hermanos y hermanas, conocéis la única regla que rige nuestra religión: no hay reglas en los Juegos de Sangre. Todo vale en la lucha por la supervivencia, pues cuando peleemos para recuperar lo que es nuestro, ¡también será una lucha a vida o muerte! De modo que… ¡El combate continúa!

El público hizo coro a las palabras de su emperatriz: “¡Todo vale, todo vale, el combate continúa!”. Y la batalla se reanudó, aunque el resultado era obvio para todos: el destino de ambos estaba escrito. La desagradable Seviper sonrió con sadismo antes de impulsarse con su musculosa cola y lanzarse hasta rodear la robusta figura del Rhydon con su gruesa y correosa piel escamosa. Zero se revolvió al sentir el viscoso esqueleto de la serpiente cerniéndose sobre sus propios huesos. En un intento desesperado, bramó con una ferocidad salvaje, mezcla de la rabia y el dolor, mientras se retorcía espasmódicamente ante el apretón que le estaba arrebatando la vida.

En un último y desesperado intento por salvar el pellejo, el cuerporroca intentó embestir con su cuerno a la traicionera serpiente, que reía en voz alta con saña mientras miraba fijamente a su adversario, para que supiese a manos de quién estaba perdiendo la vida. Hiss se limitó a continuar sonriendo con escalofriante perversidad al sentir cómo la coraza rocosa del Rhydon crujía bajo sus propios músculos, que acabó rompiéndose. La vida ya se había escapado del inerte cuerpo de Zero, que se desplomó contra el suelo, levantando una nube seca de polvo. Su rostro mostraba la tonalidad azulada de quien hace tiempo que dejó de respirar.
 
Desde su palco presidencial, la Bruja Blanca sonrió con elegancia a la Seviper. El público rompió en aplausos y vítores, mientras el bífido sonreía con arrogancia a la vez que se retiraba por la puerta principal del Coliseo para dar paso a los dos siguientes gladiadores.

Brutus gruñó de placer.


***


Dos combates más se habían sucedido en los encarnizados Juegos de Sangre, ganándose el premio de la supervivencia una sádica Fearow y un despiadado Carnivine. Y finalmente, se había abierto la veda del último asalto del día; la batalla que todos los presentes estaban esperando con ansia. Cuando la verja de su pasillo se retiró y el nuevo gladiador apareció en la arena, la muchedumbre vociferó estridentemente. Hacía tan solo unas semanas que se lo veía por las tierras de Thorn, pero su fama de luchador único lo había hecho famoso en poco tiempo, y todos estaban deseando que llegase el día en que finalmente lo verían en acción en los Juegos de Sangre.

– ¡Hermanos y hermanas! –lo presentó la Bruja Blanca–. Os presento a uno de los mejores gladiadores que han pisado estas tierras. Quiero que todos contempléis el tipo de guerreros que necesito en mis filas. ¡Observad y aprended!

El público chilló como loco observando al nuevo gladiador: un Gabite. Este, por su parte, se limitaba a observar con semblante inexpresivo a su oponente: un bípedo cubierto de escamas de tonalidad verdiazulada, cada una de cuyas manos estaba coronada por una alargada y letal garra rojiza; del mismo color que la enorme bolsa que colgaba de su garganta.

El Toxicroak inició la ofensiva, tratando de alcanzar a su enemigo haciendo gala de todas sus fuerzas. Comenzó el duelo con coraje y entusiasmo, pero su determinación pronto se tornó desesperada, al ver que su adversario esquivaba sus movimientos con asombrosa rapidez y alarmante indiferencia. La bolsa de su garganta comenzaba a hincharse y deshincharse de forma violenta, delatando una respiración cada vez más forzada debida al cansancio que ya comenzaba a hacer mella. Alejándose para retomar fuerzas, el Toxicroak croó al otro gladiador, en un triste intento por acobardar a su contrincante, que lo ignoró por completo.

La tétrica sonrisa con la que había comenzado a luchar, reflejando la excitación de quien ama la lucha –pues para él había sido un honor que le tocase combatir contra el famoso nuevo gladiador–, se había torcido debido a la vacilación de quien no ve nada clara la victoria cuando su vida está en juego. La diferencia entre ambos era que la rana tóxica se preparaba para la batalla que decidiría si vivía o no, mientras que el silencioso tiburón terrestre no aparentaba el más mínimo atisbo de inseguridad.

Prometiendo con la mirada que destrozaría a todo adversario que se le pusiese delante, el nuevo se había convertido en el claro favorito. Con sus afiladas e imprevisibles guadañas, levantaba la arena del Coliseo a su paso. Valiéndose de su aerodinámica anatomía, se daba impulso haciéndose inalcanzable por su enemigo. Si bien no volaba, los apéndices de sus brazos azulados le permitían planear con rapidez, acechando a su oponente. Su torso y vientre del color de la sangre, contrastaba con los tonos de color azul pálido que cubrían su cuerpo. Como siempre, valiéndose de mínimos movimientos, la figura se dirigía con rapidez a donde quería; siempre con el rostro impasible, carente de vida, y los ojos fijos en su oponente.

“Mmh, ese Gabite…” –murmuró Brutus admirado, muy a su pesar, por la brutalidad y ausencia de piedad que acompañaba a la técnica de lucha del gladiador–. “Está jugando con él. Rápido como una sombra, letal como la muerte”.

La muchedumbre vitoreó cuando el impasible Gabite tumbó al agotado Toxicroak de espaldas contra el suelo arenoso. La bolsa de su pecho se movía violentamente; inspirando lo que sabía que serían las últimas bocanadas de aire de su vida. El pokémon Veneno se lamentó de que su esfuerzo hubiera sido inútil; el tiburón era demasiado rápido. Su garra se elevó de forma amenazadora, justo encima del cuello del Toxicroak, cuya arteria carótida latía con violencia. Los ojos amarillos del Gabite, redondos como la luna, brillaron con avidez de sangre. El público se levantó gritando y aplaudiendo en dirección al palco principal, esperando el veredicto de la Bruja Blanca. Con gran parsimonia, la Ninetales asintió haciendo un leve movimiento de cabeza. En un veloz movimiento, el Gabite dejó caer su garra sobre su adversario, cortando su garganta de forma limpia y liberando gran cantidad de un cálido y espeso líquido rojo que se acumuló formando un charco alrededor del pokémon ejecutado, tiñendo la arena en el acto.

El público vitoreó y chilló como jamás había ocurrido antes de la llegada del nuevo gladiador; la letalidad era aplaudida como la más admirable de las cualidades.

– ¡Mi pueblo de Desterrados! –la Bruja Blanca se elevó sobre sus gráciles y albinas extremidades para dirigirse a su público –. ¡Este es el origen de una nueva era! Acabáis de conocer al gladiador que nos ayudará a recuperar nuestras tierras y nuestro hogar! Dad la bienvenida a Sombra… desde hoy rebautizado como… ¡La Sombra de Thorn!

Haciendo caso omiso de los clamores de la exaltada y violenta muchedumbre, el Gabite se retiró de la plaza. Sin dedicar una sola palabra o una mísera mirada a nadie, desapareció como una silenciosa sombra, haciendo honor a su nombre.


***


Apartando pedruscos con sus grandes zarpas, Brutus recorría los secos alrededores de Thorn bajo la luz de la luna llena. El lugar era árido debido a su continua exposición al sol, pero las noches eran bastante más frescas; por ello era su momento preferido para estirar las patas. La luna iluminaba los pocos arbustos que poblaban la zona. La verdad era que Thorn podía describirse como un lugar grisáceo, situada en el rincón más al noreste de la región. Rodeada en el oeste por los elevadísimos picos que conformaban la Cordillera Estratos, y en el este por el océano, Thorn estaba recluido y separado del resto de territorios de Los Dos Reinos.

Rocas, piedras y pequeñas colinas cubrían sus áridas estepas; las pocas bayas que crecían estaban amargas y secas; los arroyos que bajaban de la cordillera lo hacían de forma vaga, pues toda el agua que se formaba en sus cimas heladas descendía por el otro lado, formando generosos manantiales y cascadas que colmaban de fertilidad al Reino de la Luz. Ese era el castigo a pagar por desobedecer las normas, atentando contra la seguridad de los pokémon de la región. Vivir eternamente en aquella triste y aburrida tierra, repleta de flores muertas, agua salada y ríos agotados.

“Bueno, sigue siendo mejor que ser encerrado en la prisión del Palacio Real.”

Las celdas del palacio estaban reservadas a aquellos que atentaban directamente contra la nobleza, o a los que estaban condenados a pena de muerte. Muchos pokémon habían solicitado la pena de muerte para él, pero había huido a Thorn antes de que nadie lo encontrase.

Pero ahora, gracias al Ejército de la Bruja Blanca… podremos volver al otro lado”, pensó Brutus recreándose con la infinitud de posibilidades que allí le esperaban cuando retomasen el poder. No concebía la posibilidad del fallo; iban a conseguir lo que querían: la anarquía y la libertad absoluta.

– Buenas noches, Brutus –una voz melosa lo sorprendió, obligándolo a mirar hacia arriba. A unos metros sobre su cabeza, apoyada en la gruesa rama de un árbol muerto, Kenya descansaba meciendo su larga cola de hoz de un lado para otro–. ¿No estás un poco viejo para aventuras nocturnas? –su voz seductora lo embriagaba, pero le fastidió el tono socarrón, aún sabiendo que para ella se trataba solo de un juego.
– Ehem… Hola, Kenya –contestó con su voz más varonil, hinchando el pecho. Molesto, se enfadó consigo mismo por haber sido pillado desprevenido.
– Si no te importa, guapo, te acompañaré. Hace tiempo que no paseamos juntos a la luz de la luna.

El Mightyena soltó un gruñido como respuesta, aunque ambos sabían que su fastidio era solo aparente. La fascinante Liepard saltó en un ágil y mudo movimiento hasta el suelo, para colocarse a su lado, y ambos comenzaron a caminar por las calles de Thorn. El nacarado brillo de la luna descubría bellas formas en las ruinas de la antaño gran ciudad. En un arranque no premeditado, Kenya arrimó su cuerpo junto al del Mightyena para molestarlo. Brutus no dijo nada, pero su oscuro pelaje se erizó en respuesta a la preciosa hembra, cuyos anillos emitían leves brillos sobre su atractiva figura felina. Esta, sonriendo, le regaló un mordisco cariñoso, sabiendo lo mucho que la deseaba. Fue entonces cuando Brutus elevó una de sus afiladas orejas, poniéndose en tensión.

– ¡Shhht! ¿Escuchas? –le dijo a Kenya. La Liepard detuvo sus juegos y movió las orejas, captando el sonido que había interrumpido su rato de diversión. Dos voces diferentes susurraban a cierta distancia de ellos. En silencio, Brutus abrió la marcha, rastreando el origen del sonido; Kenya lo siguió, divertida y disminuyendo al mínimo los centímetros que los separaban. Finalmente, los dos depredadores se detuvieron ante la esquina de un viejo muro derruido. Brutus asomó la cabeza con discreción y observó a dos individuos hablando en voz baja, escondidos entre los viejos muros derruidos de lo que había sido un importante edificio de la antiquísima ciudad.

– Los Reinos de la Luz y de la Noche están preparándose para la guerra. Nuestras fichas están echadas, solo necesitamos que los peones se muevan por el tablero.

La primera voz era tan gélida que parecía capaz de congelar a todo aquel que la escuchara. Brutus no necesitó ver a su dueño; la conocía de sobras. Se trataba del enigmático Cryogonal que acompañaba siempre a la Bruja Blanca. Sin embargo, lo sorprendió que no estuviese la emperatriz presente; el pokémon de hielo no solía separarse de Ella.

El otro individuo también era inconfundible; se trataba del recién llegado: La Sombra de Thorn. El Gabite continuaba tan impasible y tranquilo como siempre, lo cual tenía su mérito, pues el siniestro Cryogonal era capaz –sin pretenderlo del todo, creía Brutus, pues simplemente e debía a su mera presencia– de intimidar e inquietar a todo aquel con el que trataba. Un escalofrío le recorrió el grueso pelaje negro del lomo. No podía evitarlo, se trataba de algo instintivo: ese Cryogonal le daba muy malas vibraciones.

– ¿Qué ocurre, hombretón? ¿Te asusta ese viejo bloque de hielo? –le susurró la Liepard en voz baja, escondidos como estaban, espiando una peligrosa conversación que sabían que no debían escuchar–. Qué lejos ha quedado el temible Mightyena que devoró vivos a tres indefensos Sentret, obligando a su madre a mirar. Todavía recuerdo los titulares de los periódicos. Ah, los buenos tiempos… entonces sí eras un macho alfa de verdad.
– Shht, ¡cállate! –le susurró airado Brutus–. Quiero escuchar. Y para tu información, también devoré a la madre después. Sobre el charco de sangre que habían dejado sus hijos –dijo recordando lo sabrosa que le supo la sangre caliente en sus fauces, mientras la Furret lloraba desconsoladamente, suplicando que dejase en paz a sus pequeños. Sin embargo, no pudo evitar un deje de nostalgia. Aquella fue la noche del crimen que lo expulsó para siempre: la noche que se convirtió en un Desterrado, muchos años atrás; ni siquiera recordaba cuánto tiempo llevaba allí. En los desaparecidos y aburridos territorios de Thorn se perdía la noción del tiempo. 

Kenya le sonrió mostrando sus perfectos y afilados colmillos, atrayendo la mirada del Mightyena de forma hipnótica. Así era ella; despiadada, guerrera y sin un solo atisbo de inseguridad; algún día moriría por culpa de su soberbia. Inconsciente como ninguna, no tenía miedo a nada, y actuaba como le apetecía en cada momento. La razón por la que ella había llegado a Thorn había sido simple: cansada de su aburrida vida, había intentado robar las arcas del Banco de su ciudad natal de forma improvisada y sin preparación previa. Obviamente no lo había conseguido, la vigilancia del Banco era muy rigurosa; pero asesinó a cuatro pokémon en el intento de apresarla, hasta que fue finalmente reducida y enviada a Thorn.

– Oh, tenemos gente de nuestro bando colaborando por toda la región, por eso no te preocupes –continuó el viejo Cryogonal–. Tú encárgate de sembrar el caos allá donde vayas. Y cuando los Reinos de la Luz y de la Noche se destruyan entre ellos, llegaremos nosotros. 

Brutus observó desde su escondite cómo el Gabite asentía y se retiraba.

– Vámonos –haciendo uso de su sigilo predador, el Mightyena se alejó del lugar seguido por Kenya.
– Vamos, guapo –mientras caminaban, Kenya golpeó con su hombro el costado del Mightyena, volviendo a su juego anterior–. Estoy segura de que podrías acabar con ese cubito de hielo si te lo propusieras.
– No me gustan los pokémon que hablan sin tener boca –contestó fastidiado–. Además es el segundo al mando, y debemos sumisión a nuestra emperatriz si queremos salir de este agujero.
– ¿Crees que será verdad? –Kenya aumentó su ritmo para alcanzar a Brutus, quien inconscientemente daba grandes zancadas que lo alejaban de la Liepard; su rostro reflejaba lo intranquilo que estaba–. ¿Conseguiremos volver a Los Dos Reinos gracias al Ejército que está formando la Bruja Blanca?
– Eso espero. Es nuestra única oportunidad de salir de aquí.
– ¿Te molesta que nuestra emperatriz envíe al nuevo para allanar el terreno en lugar de a ti?
– Supongo que tendrá sus razones –en realidad, sí estaba molesto por eso. Él y Kenya eran los más fieles subordinados de la Bruja Blanca–. ¿Y tú?
– ¿Yo? ¡Já! Nunca me rebajo a eso. Cuando aparezcamos en Los Dos Reinos voy a cobrarme toda la sangre que me merezco. No me importa que un novato vaya antes de mí, siempre que deje carne que cortar.

“Tan simple para unas cosas y tan compleja para otras”, pensó Brutus. “¿Por qué habrá enviado el Cryogonal a ese Gabite aparecido de la nada a sembrar el caos? ¿Hay pokémon ayudando a los Desterrados desde fuera? Quizás esa sea la clave de nuestra futura victoria… ¿Y por qué no estaba la Bruja Blanca esta noche dando las órdenes, dejando su lugar al desagradable Cryogonal? Me da la sensación de que hay muchas cosas que no sabemos…”

Kenya hizo un último intento y placó con su arrebatadora fuerza salvaje al Mightyena, que quedó tumbado sobre el suelo, boca arriba. La Liepard apoyó su delicada zarpa sobre el pecho del pokémon hiena.

– ¿Y tú? ¿Vas a desperdiciar la única oportunidad que tienes de pasar una noche conmigo?

El Mightyena cedió a sus instintos, olvidando todas sus preocupaciones, y aulló a la luna. Cada vez quedaba menos para que finalmente los Desterrados pudiesen huir de allí, regresar a sus hogares, y vengarse de todos aquellos que los habían expulsado.

– Y por cierto… –le dijo a Kenya con su vozarrón más grave y sugerente– estoy en la edad perfecta para los Mightyena. Fuerza, musculatura, velocidad… y mucho deseo por las Liepard que no se dejan domar.

Brutus y la tentadora Kenya se alejaron en la oscuridad de la noche, en busca de una cueva donde dormir.