KARL NOVIKÓV- 2 de Enero de 1987, 23:05. Gran comedor de la Mansión - El embajador soviético había disfrutado de una copiosa cena. "Hay que admitirlo, estos capitalistas son buenos anfitriones", había comentado a su mujer cuidando que ningún comensal más le escuchase. Cuando el viejo embajador inglés decidió empezar a tratar el tema por el que se les había convocado, Karl tomó en sus manos una botella de vodka que había pedido expresamente y rellenó con ella un pequeño vaso que tenía a su izquierda. Preveía que para soportar la larga y demagógica cháchara del inglés iba a necesitar algo más que paciencia. En el tiempo que transcurrió entre tres tragos de vodka, Shiron terminó su exposición. Karl miró fugazmente a su esposa, que asintió lentamente; y decidió levantarse. Había estado en muchas sesiones del Sóviet Supremo de la URSS y sabía que las palabras calaban mejor en sus interlocutores observándolos desde las alturas. También, por qué no, quizá consiguiera intimidarles.
— Damas y caballeros de esta mesa —comenzó su exposición el soviético—, todos hemos escuchado nuestras palabras de nuestro querido lord inglés —en boca de Karl, la palabra lord sonó a insulto—, y lamento decirles que no comparto su punto de vista sobre el asunto. Primero, porque no creo que haya suficiente material para satisfacer las demandas de los países que aquí representamos. Y en segundo lugar, porque no entiendo el interés que pueden tener ciertas gentes en recursos que sin duda, escapan de su jurisdicción —la mirada de Karl se posó principalmente en la del embajador de los EEUU—. Creo firmemente que las demandas de la Unión Soviética deben de ser satisfechas en primer lugar.
Varios murmullos recorrieron la mesa de los comensales, pero por educación, no interrumpieron al orador. Novikóv prosiguió.
— La Unión Soviética es el pais de los aquí presentes que más necesidades tiene que cubrir de sus ciudadanos, pues es es más poblado. Yo entiendo que desde su punto de vista capitalista solo busquen beneficios del yacimiento, beneficios que solo percibirán los más pudientes, pero la Unión Soviética pone por delante a su pueblo antes que al dinero. Y en nombre de todos y cada uno de los ciudadanos de la Unión, pienso luchar para que la mayor parte de dichos recursos les sean justamente entregados. Y será así, créanme. Pero como los primeros garantes de la libertad y de la democracia, estamos dispuestos a negociar, dentro de unos límites razonables, una solución debidamente acordada que satisfaga a todas las partes litigantes en este conflicto…
— ¿Libertad y democracia? —interrumpió el embajador de los Estados Unidos—. Sí, siempre que a ustedes les convenga. ¿Y que van a hacer si sus excesivas demandas no son satisfechas? ¿Recurrir a la fuerza, como llevan años haciendo en Afganistán? ¿Es una amenaza velada?
Karl sonrío para sus adentros. Con sus medias verdades, había conseguido provocar al embajador norteamericano. Era lo que deseaba, llevar el debate a su terreno. Por supuesto, la URSS no necesitaba de dichos recursos: sus ciudadanos ya eran autosuficientes. No podía, sin embargo, perder la oportunidad de obtener unos valiosos beneficios que quién sabe en que podrían invertirse. En industria ligera, tal vez. Karl llevaba meses demandando eso en el Sóviet Supremo.
— La intervención en Afganistán fue la respuesta una petición formal de ayuda de nuestro aliado, la RPD de Afganistán. El pueblo soviético nunca es el agresor, algo de lo que no puede jactarse el pueblo americano. Pero esto, señor embajador, no es el tema que hemos venido a debatir aquí. No. Relacionado con el tema, quizá podría aclararnos que intereses tiene su país en unos recursos tan alejados de su esfera de influencia…
— Su oratoria es sin duda admirable, pero no ha respondido a mi pregunta.
— Si las demandas de la Unión no son satisfechas, quién sabe… Le seré sincero, no creo que sea bien recibido en el Politburó. No dudo de que buscarían formas para expresar su descontento sin recurrir a la fuerza, algo a lo que solo recurrimos cuando la soberanía de nuestro pueblo se ve amenazada, que no es el caso.
La discusión entre el embajador soviético y el americano se prolongó por más de quince minutos, rebajando progresivamente el nivel hasta reducirse a un intercambio de frases que rozaban la grosería. Pero eso, a Karl, no le importaba. Él sabía de sobra que, salvo el delegado argentino, los demás embajadores lo despreciaban, como buenos perritos falderos de los EEUU. No esperaba convencer a nadie, porque era una tarea imposible, pero al menos, había revelado sobre la mesa la tremenda hipocresía del país americano al que Colt representaba.