Capítulo I: Ojo avizor
¿Cuál es la mejor virtud? Es una de tantas preguntas recurrentes que ha merodeado por un sinfín de seseras desde el origen de los tiempos. Claro está que no existe una única respuesta válida, todo depende del prisma con el que se enfoque. Para un aguerrido comandante prima el carisma y el liderazgo, mientras que para un humilde campesino probablemente se anteponga el esfuerzo y la perseverancia. Agudeza, iniciativa, versatilidad, valor, equidad… existen múltiples cualidades positivas que dignamente podrían ostentar oro y lemnisco en un podio de virtudes. Pero hay gente peculiar, gente ve la grandeza en la zampoña, como Telmo. Su perspectiva consideraba la cautela una virtud primordial, quizás porque él aunaba todos sus requisitos albergando un perfecto equilibrio entre sigilo, estrategia y paciencia. O quizás porque desde infante le instaron a estar siempre alerta, con su cautela en ristre. En momentos de tensión evocaba las típicas palabras que su Maestro repetía con asiduidad, “Ojo avizor, Telmo. Ojo avizor”.
Cuando llegó a su mayoría de edad Telmo decidió desfogar su pasión, fortalecer su espíritu cauto con una afición que nutriera su cuerpo y despejase su mente, la cetrería. Y no era de extrañar, diversos antepasados de su estirpe más reciente habían sido excelentes cazadores, terrestres eso sí. Telmo por su parte sentía predilección por las aves, le hipnotizaba su melancólico y raudo levitar, además veía en ellas las compañeras silenciosas y eficaces que tanto apreciaba.
Poseía dos piezas excepcionales que le fueron obsequiadas el día de su decimoctavo aniversario: la dádiva de su padre fue un halcón joven bautizado como Roc, del color del azabache, pequeño y veloz, su vuelo simulaba al de un guijarro lanzado con iracundia; el otro pájaro fue un regalo de su Maestro, aquella águila majestuosa y nacarada que con su ostensible envergadura intimidaba y aturdía a sus presas con vuelos rasantes, Telmo decidió bautizarla como Ethon. Solía practicar la cetrería con frecuencia, se escapaba al próximo bosque de Umbría siempre y cuando no anduviese atareado con labores puntuales o con su desarrollo intelectual.
Por aquel entonces el otoño había irrumpido con timidez en Cenizia, su vetusta pero acogedora aldea. Los árboles interpretaban un irrisorio espectáculo; mientras los caducifolios se desnudaban nostálgicos azotados por céfiros de patente liviandad, los perennes resistían incólumes mofándose risueños de sus compañeros. Pese a la llegada del equinoccio el mercurio aún exhibía temperaturas estivales y aunque el crepúsculo madrugase, las noches no se podían catalogar de frías. Al menos no hasta ese día.
La tarde de aquel sábado de mediados de octubre, un Telmo esquivo a los runrunes mundanales de la vida urbana, estaba más que predispuesto a ejercer su actividad predilecta. Como bagaje portaba un carcaj desvencijado con siete u ocho saetas finas, el antiquísimo arco de su abuelo que había vivido tiempos mejores y como no, a sus leales Roc y Ethon. Con las marañas de su rubicunda cabellera danzando por su rostro se abría paso entre la copiosa maleza del bosque de Umbría, este se denominaba así debido a que su espesura actuaba como un umbráculo natural; para los novatos esta gigantesca arboleda era un auténtico laberinto vegetal, sin embargo adoptaba un papel de Locus Amoenus para el cazador experimentado. Cada movimiento hacía crujir la crepitante hojarasca que se postraba debajo sus pies, esto era un impedimento ya que las liebres que ávidas que se percatasen de su presencia huían relampagueadas hacia sus inexpugnables madrigueras. La jornada no estaba siendo fructífera, las flechas estaban siendo imprecisas en demasía y ni tan siquiera sus mascotas habían conseguido atrapar a ningún conejo laso. Frustrado por los infortunios de la jornada de caza musitaba algún que otro improperio en su soliloquio.
- ¡Maldición! Hoy los gazapos me dan esquinazo. Lástima que no acertase con el faisán, ese tuercebotas de Jasper se hubiera muerto de la envidia- se decía mientras escupía al suelo.
Telmo era reacio al abandono, se resignaba a regresar a Cenizia con las manos vacías. Seguía con su inútil búsqueda de animales cuando se vio sorprendido por un bello paisaje, unas límpidas aguas lacustres que se extendían en un remoto claro del bosque. Sabía de la existencia de El Lago pero a causa de su puerilidad nunca lo había contemplado a través de sus pupilas. En él vio un apto lugar para refrescar su garganta y las de sus aves, así que sin isagoges se apropincuó a la alfaguara y juntó sus manos de forma cóncava para poder llevarse el agua a sus labios con mayor facilidad. También aprovechó para lavar sus botas, las cuales estaban cubiertas por una gruesa capa de lodo granate.
Ethon ya reposaba sobre el hombro de Telmo cuando éste se dispuso a abandonar aquel remanso. Apremió con silbidos a Roc pero este hacía caso omiso a las llamadas de su amo ya que estaba entretenido hurgando con saña entre las briznas centrales del claro; viendo su desobediencia Telmo fue a por el díscolo halcón. De cerca apreció la razón de porqué Roc escarbaba con maliciosos picotazos el silvestre suelo, trataba de desenterrar un objeto brillante y Telmo, complaciente, aceleró el proceso de excavación extrayendo con su mano el tesoro hallado por Roc. Nada más producirse contacto con las yemas de sus dedos percibió una textura fina, suave, demasiado regular, una perfección que sus ojos no tardaron en constatar. Era una especie de cubo, de un color rojo reluciente y con sus aristas endiabladamente afiladas, por la sensación que producía a la vista y al tacto podría tratarse de algún derivado del corindón. Divertido y curioso escudriñaba el dado, lo puso a contraluz y éste produjo un tenue reflejo negruzco que alimentó la intriga de Telmo. Lo rasgaba con la uña de uno de sus índices buscando indicios de resina, mas no los hubo. Tal hallazgo podía entrañar una valía importante, así que con sumo esmero lo depositó entre las hebras de su deshilachado bolsillo.
Roc, en babia seguía arrancando la hierba con su ganchudo pico, cual inmisericorde hoz segando el trigo. Pero Telmo ya había tenido suficiente, dos palmadas bastaron para despertarlo de su hipnosis, y solo un gesto ascendiente con la mano para que sus mascotas se perdiesen entre las copas arbóreas. La jornada de caza había finalizado.