Alan recogió con mirada absorta la última de las flechas antes de meterlas en su carcaj correspondiente. Satisfecho con su labor, se puso en pie y se disponía a llevarlos a su lugar, junto con los arcos que los hombres del príncipe habían estado usando en el entrenamiento vespertino, cuando una mano se posó sobre su hombro. Sobresaltado, dejó caer su carga, al tiempo que se volvía.
-¡Ah! -Caelyn, una kael'athur del ejército, se echó hacia atrás ante su repentina respuesta-. Perdona, Alan, no quería asustarte. Su alteza me encargó que te diera este mensaje -rápida como el rayo, la joven deslizó un trozo de pergamino lacrado en uno de los pliegues de su camisa y desapareció.
Ya estaba el príncipe con sus jueguecitos... -rió el chico, sacudiendo la cabeza mientras recogía las desparramadas armas-. Si quería decirle algo a uno de sus sirvientes, hubiera bastado con enviar con la nota a un simple mensajero, ¡no a un miembro de la orden de los mejores espías del Imperio! Pero la familia real siempre había tenido ciertas... particularidades en lo tocante al uso de sus privilegios. Y, si Su Alteza Imperial el Serenísimo Príncipe Tristán deseaba encontrar otro trabajo a sus subordinados en tiempos de paz, ¿quién era él para contradecirlo?
<<Por lo que a mí concierne, podría encontrarme trabajo a mí quitándole las botas>>
Unos minutos más tarde, en la soledad del cobertizo donde se guardaba el armamento, Alan se sentó sobre un cofre destartalado y rompió el lacre del mensaje con las uñas. Alisando cuidadosamente el pergamino sobre una rodilla vestida por unas calzas de lienzo barato, comenzó a leer:
>>A quien corresponda:
Menuda forma de comenzar una misiva... aunque, bien mirado, no era de extrañar. Alan no podía comprender qué en la manera de comportarse de Caelyn le había hecho pensar que la carta estaba dirigida a él personalmente. Probablemente, el príncipe sólo le había dicho que se la entregara al primer criado localizable.
>>Pese a la poca anticipación de este aviso, confío en que sabrás complacerme. Necesitaré de tus servicios esta noche, después del cambio de turno de los guardias que tiene lugar cuando se apagan las antorchas de la tienda oeste. Estaré en el claro alrededor del tocón cortado. No tardes.
Tristán, segundo príncipe de Ekleia
Bien, si antes había creído que los nobles, y muy especialmente, la realeza, habían perdido hace mucho el contacto con el mundo real; ahora tenía la prueba fehaciente de ello. ¿Qué, en nombre de las cinco divinidades del mal, podía querer de él su amo y señor a horas tan tardías en un claro que, cuanto menos, distaba doscientos metros del campamento principal? Pero lejos de él cuestionar a uno de sus superiores...
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Los pálidos rayos de luna se reflejaban sobre las hojas de los árboles que rodeaban el claro que Tristán había es cogido. Apoyado en el tocón hendido, el príncipe observó con satisfacción cómo una silueta se perfilaba entre los troncos y se acercaba lentamente, hasta detenerse a unos pasos de él y echar rodilla a tierra.
-Alteza...
Una sonrisa iluminó sus habitualmente severas facciones.
-Levántate, Alan -no le pasó inadvertida la sorpresa del chico al ver que conocía su nombre-. Es ya pasada la medianoche y, como comprenderás, estoy para pocas formalidades-. Al no obtener respuesta, se animó a proseguir-. Soy un soldado, Alan. Un guerrero, no un cortesano. Suelo conseguir lo que quiero sin hipocresías ni medias verdades. Por eso te he hecho venir.
Alan lo miró, vacilante.
-Y... ¿qué queréis, alteza?
Tristán sonrió, se acercó a él, levantó su cara y acercó sus labios a los suyos.
-Sólo lo que tú quieras darme.