(Nota: Los diálogos entre personajes están escritos en español, pero, debido a la procedencia de estos, el idioma real en el que hablan sería el inglés
Nota (2): Los sucesos están ubicados cuando la guerra acaba de empezar, a pesar de la publicación tardía del capítulo)35.
Forzado a jugar.
España. El avión se dirigía a España. Aún no podía creer cómo había accedido ante tal chantaje, pero Henry Rockbell, sentado en la butaca de “Viajes Iberia” junto a su abuelo, se apresuraba a ver el país de la paella y los toros. El país de las alcaldesas analfabetas. El país sureño del que se decía que había buenas playas y buen clima.
La azafata le preguntó si deseaba algo en concreto, pero se negó con un gesto de educación. Su abuelo, una vez más, estaba haciéndole invitaciones a todas las azafatas, haciéndose el inválido o pidiéndolo todo. Una excusa tras otra para posar sus manos en los pechos de cada una.
Miró a su abuelo, y este le devolvió la mirada, mientras devoraba un aperitivo que consistía en, por lo que parecía, almendras envueltas en crema de caramelo crujiente.
-¿No te cansas?
-¿Qué? ¿A qué te refieres?
-De tocarle los pechos a todas las azafatas de turno. Ya sé que tienes setenta y pico años, pero te podrías contener un poco.
El abuelo soltó una carcajada poco común para su edad. Se quitó las gafas, y se sacó la gamuza. Mientras las limpiaba con desinterés, comenzó a hablar plácidamente, mientras se recostaba en el asiento.
-Nieto mío, si lo piensas bien, me quedan pocos años en adelante. Me casé con tu abuela a los veintidós años, y no he vuelto a tocar unas tetas distintas a las suyas hasta cuarenta años después. ¡Y bien que me gustaban! Pero… ¿qué hay de malo?
Tras aquel pequeño discurso, el abuelo volvió a soltar otra carcajada. Mientras reía, debió atragantarse con una almendra, porque la risa se transformó en una fuerte tos. La azafata más cercana, una mujer de veinticinco años de complexión esbelta, se acercó rapidísimamente al anciano. La mujer, nerviosa y hablando rápido, le preguntó si estaba bien, mientras que la tos comenzaba a terminar.
-¡Oh! Sí, querida, no te preocupes. Ahora mismo estoy muy bien. –Dijo mientras paseaba, fingiendo tantear el cuerpo de la mujer, la mano derecha por sus caderas.- Creo que se me está yendo la tos, no se preocupe.
Justo después de que la azafata se marchase, el abuelo le dedicó a su nieto una sonrisa pervertida.
-¿A que estaba buena?
-No voy a responder… -Se puso los cascos, y pasó su mirada a la ventanilla del avión, mientras intentaba sumirse en el sueño.
Comenzó a recordar una vez más el qué le había llevado allí. Al fin se había librado de aquella escuela. Un internado de altísima gama que ofrecía un curso de diez años a alumnos de distintas familias. Aquel internado le había enseñado historia, idiomas, matemáticas… Y magia. A su vez como artes marciales, espada, o tiro con arco. Él no quería estudiar magia, pero, debido a la insistencia de sus padres, le metieron a la fuerza en aquel lugar, del cual no salió de allí hasta sus diecisiete años. Lo único que le mantenía ahí para querer aprender magia era su abuela. Tosaka Akiko. Aún no entendía el cómo su abuelo, un panzudo y mujeriego inglés, se hubiese enamorado de una de las más respetables y conocidas magas de la familia Toshaka.
A los siete años, recordaba que tenía una buena relación con su abuela. Le parecía la persona más maravillosa del mundo. Toshaka Akiko se había mudado con su marido a Inglaterra, a vivir como una familia, renunciando a Japón. La abuela le había enseñado muchos valores, y a su vez, le hacía muchos regalos. No podía evitar admitirlo: A los siete años, cualquiera le gusta que le hagan regalos, como juguetes… un poco de ropa… chuches… Aunque ella le regaló un portátil, directamente. Sus padres se quejaron a ella sobre que a un niño de siete años no se le puede regalar un ordenador, que no aprendería a usarlo y que lo desperdiciaría, pero la abuela se lo regaló igualmente. Y aquel portátil le duró diez años. Diez años de los que, gracias a él, desarrolló uno de sus mayores gustos existentes: La informática.
Pero, a sus catorce años, Toshaka Akiko falleció. Las causas de muerte no fueron naturales, sino mágicas. Un hechizo que debió haber lanzado. Sus padres no le dieron demasiados detalles, y aún desconocía la causa exacta, pero el simple hecho de que su abuela muriese por aquellas causas hizo que desarrollase un mayor odio por la magia. Odiaba con toda su alma la magia, pero había aprendido magia, había practicado magia, tenía familia relacionada con la magia, y, lo peor de todo: Iba a una guerra de magia.
-Abuelo, ¿dónde decías que íbamos?
-¡A Madrid! –Dijo volteando la cara, anteriormente orientada a la misma azafata de antes- Se celebra la guerra del Santo Grial. ¡El Santo Grial! ¡Qué maravilloso! Un cáliz omnipotente, concededor de un deseo. Puedes pedir dinero, y te dará dinero. Puedes pedir mujeres, y te dará… -Sonrió muy pervertidamente- Mujeres. Pero claro, supongo que ya sabrás cómo ganarlo… ¿no?
-Sí… sí… -Suspiró, y comenzó a recitar como un autómata la descripción que le habían dado con anterioridad- Debo vencer a seis Servants, así como a sus Masters, con ayuda de mi futuro Servant. Cada Master posee tres hechizos de control, que permiten ordenarle a su Servant cualquier cosa, y el Servant lo hará.
Se miró la marca de su mano. Nada más verla, sus padres se pusieron descomunalmente felices, y le mandaron a España junto a su abuelo. Él no quería, pero, sin embargo, el chantaje le venció: O participaba en la guerra del Santo Grial, o le mandaban otros diez años a aquel internado.
Se puso la música, se recostó en el asiento, y se durmió, pensando en lo que le iba a venir en adelante.
Segunda parte.
La perdición de los hombres.
Nos encontramos en un apartamento, no en un avión. El bloque de apartamentos, a pesar de todo, era de bastante buen lujo. La familia Rockbell no era caracterizada precisamente por su posición económica, pero, quien sabe por qué, mi abuelo se había empeñado en pedir un apartamento aquí, en pleno centro de Madrid.
La habitación consistía en un espacio pequeño con dos camas de sábanas blancas y una televisión de plasma en el centro. Había un espacio considerable desde la cama al televisor, y, junto a este, se hallaba un escritorio entero para colocar las cosas, así como enchufes en caso de necesidad. A la izquierda teníamos el balcón, el cual, desde un octavo piso, se podía ver básicamente toda la calle a su alrededor. De hecho, el apartamento estaba básicamente a la vuelta de la esquina de la Puerta del Sol. Las paredes eran blancas también, y el suelo de madera anaranjada, dando un toque agradable al lugar. En medio de las camas, había una mesita de noche, y junto a la puerta principal estaba el baño, de muebles de cerámica así como una ducha de cristal traslúcido. A pesar de ser bastante lujoso, no dejaba de ser un bloque de apartamentos más. De hecho, era perfecto para establecer el piso como base por aquel momento.
Ambos, nada más llegar, echaron sus maletas a la cama y se tumbaron. Había sido un viaje bastante agotador. Henry sacó el portátil y se conectó a la red. El hotel al que debía ir, al que le habían convocado aquella misma tarde, no se encontraba demasiado lejos. Podía salir y, sin apresurarse, ir a pie y llegar a tiempo. De hecho, pronto llegaría la hora, así que cogió las llaves y bajó.
-Abuelo, ve preparando un poco las defensas del piso. De momento nos quedaremos aquí.
-Pero si yo no sé hacer mag…
-No mientas, sé que la abuela te enseñó magia antes de morir, y ahora mismo eres tan buen mago como yo. –Le dedicó una sonrisa pícara, y cerró la puerta.
***
Tras una larga espera en la habitación de aquel hotel, volvió tres horas después. Ya eran las ocho aproximadamente, pero la ciudad continuaba igual que a mediodía. Abrió la puerta, y descubrió que su abuelo ya lo había preparado todo. De hecho, podía notar la presencia de las trampas mágicas en el piso, y en el pasillo.
-¿Qué has hecho? –Dije asombrado.
-Fácil, me dijiste que preparase las trampas, ¿no? Pues bien, todo este pasillo es una trampa letal para cualquier mago o servant que quiera pisarlo. Está aplicado para que ni tú ni yo caigamos, pero si un Master enemigo sale del ascensor, se puede dar por muerto.
-¿No decías que no sabías hacer magia? –Henry se descolgó la cámara con pereza, y se giró ante el anciano- Bueno, no importa. Mira, traigo cosas.
Conectó la cámara al ordenador con uno de los cables, y abrió la carpeta llena de fotos de sus viajes. En ella estaban las más recientes, que eran las del día de hoy.
-Al parecer, hemos debido de salir uno por uno. El juez de la guerra ha debido de ser precavido, y no he salido hasta que… quizá dos o tres masters hubiesen salido ya. No entiendo por qué no viniste, por cierto.
-¿Y qué sucede? –Se rascó la barbilla, aún sin entender qué pasaba al respecto.
-Bueno, a pesar de haber estudiado también español en el internado, y saberlo hablar con facilidad, me puedo hacer pasar perfectamente por turista. Es por eso por lo que me he dedicado a hacer fotos por la calle continuamente. Hay posibilidad de que, casualmente, en una de las fotos aparezca un Master saliendo del hotel.
Comenzó a pasar con el cursor las fotos, demostrando, una tras una, la misma puerta del hotel. Algunas de ellas también eran haciéndose una foto con una persona, otras al largo de la calle, y otras a lo que era el interior del hotel.
-Madrid es muy bonito, por cierto. Aunque aún no he podido visitar nada…
-No es un viaje de turismo, chico… Oye, mira a ese. El del pelo de punta. –Dijo señalando a uno de los que salían por la puerta- A ese chico le conozco.
-¿Quién es? –De repente, pudo notar que lo de las fotos había sido útil de verdad. El abuelo parecía que le había dado un infarto, y no podía distinguir su cara entre felicidad y sorpresa, o susto.
-Es familiar tuyo: Toshaka Raruto. Tu abuela me habló de él, tenéis la misma edad. Es muy buen mago, bastante bueno. Pero… ¿qué hará aquí? Debería vivir en Japón, como el resto de su familia.
-Tienes que haberlo confundi…
-Nunca confundiría esa cara. Mira, tiene los ojos naranjas. ¿Cuánta gente en el mundo tiene ese color tan particular?
Tuvo que admitir que era cierto. Si fuese así, entonces Toshaka Raruto podría ser un posible Master de la guerra, a no ser que estuviese allí, en el otro lado del mundo, por mera casualidad.
Suspiró y cerró el portátil. Se levantó de la silla giratoria, y, con un gesto de cansancio, sacó de la maleta una bolsa.
-Supongo que ya es la hora, abuelo. Baja las persianas. Cierra la puerta. ¿No hay nadie en el pasillo, verdad?
-En absoluto. –Dijo mientras ocultaba el balcón con las persianas.
-Perfecto. –Sacó una tiza, y comenzó a dibujar el círculo de trasmutación que tanto le había costado memorizar.- Pon el tesoro. Ahí, sí. –Dijo señalando al centro.
Terminado el dibujo, le salió el círculo idéntico a cómo lo había memorizado, entre las camas y la pared.
-Luego habrá que borrarlo, porque si no el servicio de limpieza se nos va a cabrear… -Murmuró.
Sacó un cuchillo de cocina, y se raspó la palma de la mano mientras que soltaba una breve maldición. Unas cuantas gotas de sangre manaron, las cuales cayeron en el utensilio que le había dejado su abuelo. Se trataba de una cajita con forma rectangular, adornada con pedrería y joyas incrustadas, y de bordes dorados. El tamaño no era mayor al de un puño, y pesaba bastante poco. Henry depositó la cajita en el centro del círculo, y se alejó de él.
-¿Todo preparado? –Dijo el abuelo.
-Sí.
Acto seguido, cerró los ojos, y comenzó a recitar los versos del ritual. Notaba que las palabras titubeaban ligeramente, revelando su nerviosismo. No quería confundirse y armarla. Extendió la mano, y abrió los ojos: El círculo había comenzado a brillar excesivamente, iluminando toda la habitación. Terminó todo con una nube de humo. Ya había pensado que le había salido mal, y que todo aquel esfuerzo había sido en vano.
Sin embargo, unas palabras aliviaron sus pensamientos. Unas palabras que le confirmaron su participación en aquella guerra.
-¿Eres tú mi Master?
Las palabras de Pandora, la primera mujer en el mundo, creada para la maldición de los hombres. Adiestrada por Atenea y Afrodita. La que abrió la famosa caja, dando a lugar todos los males y desgracias de éstos. Una mujer de cabellos rojizos, recogidos en una larga trenza que alcanzaba hasta la espalda. Cuya forma corporal alcanzaba facciones similares a la perfección humana, acompañada de bellas prendas de seda en color lavanda, y cuyos ojos azules revelaban la profundidad que habita dentro de una persona.
Ella, Pandora, era su Servant.