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El día a día en Escoria era fácil. La forma más sencilla de sobrevivir era no teniendo dinero: los atracadores no te hacían caso y podías ablandarle el corazón a los menos avispados. Digamos que no te podías quejar.
Imaginadme a mí, con una cazadora raída, vaqueros largos y greñas de varias semanas, buscando entre chabolas un pedazo de lo que sea. Parece que no, pero es la mejor forma de sobrevivir. Un "Por favor" cala muy hondo en tiempos de necesidad, y Escoria siempre estaba necesitada.
Bueno, el caso es que, como siempre, estaba paseando por un grupo de casuchas, cuando dos gorilas me aparecieron revólver en mano. Se me relajaron los hombros al ver que no estaban cargadas. Cuando uno vive hombro con hombro con el peligro, sabe apreciar ciertos detalles.
-Sabéis que no tengo nada.
-Acompáñanos -el tono de su voz tuvo más efecto en mí que la palabra en sí. Las pistolas no me asustaban; los mastodontes de detrás sí.
No soy de esos que menosprecia su vida, así que los seguí. Entre las rendijas de las casas de chapa muchos ojos espiaban le comitiva. Era uno de los pocos que no tenía nada, y los atracadores estaban mosqueados desde hace tiempo. Cualquiera podía pensar que me iban a volar los sesos allí mismo.
Tras unos minutos andando, entramos en una de las muchas chabolas. Dentro había un viejo harapiento, pero su rostro impecable no dejaba lugar a dudas: era un Don. Uno de esos que tiene la ciudad cogida del cuello. Le dio un paquete a los mulos que me escoltaban y una patada a uno.
-Iros a lamerle el culo a otro -cuando lo hicieron, fijó su atención en mí-. Bueno. Por fin te tengo. ¿Puedo ofrecerte algo? -la pregunta era una mera formalidad. Estaba condenado a comer allí. Aunque comer en Escoria no era precisamente una condena.
El viejo, sin esperar, abrió una trampilla colocada en un punto oscuro de la chabola y se metió en ella. Ni dos minutos más tarde tenía un mendrugo de pan tierno en la mano y una mesa de madera baja. Una maldita mesa, nadie tenía una en Escoria. Al que tenía un trozo de esparto para no dormir en el suelo se le consideraba afortunado.
-Bueno, no me interesa tu vida, hermano, así que te voy a hablar de la nuestra -abrió la boca para hablar, pero vaciló unos instantes antes de decir-. Bueno, creo que tampoco hace falta hablar de eso. Ya sabes lo que hacemos. Hablamos con la gente, y ésta nos ayuda sin pedir nada a cambio. Ni siquiera hace falta que lleguemos a la violencia. No hace falta ni usar munición...
Noté el roce frío de una pistola apretando mi rodilla. Estaba cargada.