XXXIII
i El valor del arte.
Y todo el mundo se preguntará qué es el arte. ¿Es algo tan elevado y tan glorioso? ¿Vale la pena gastar en una cosa tan nimia como una pintura? ¿O es el entretenimiento de unos viciosos sin mayor oficio e incapaces de hacer algo verdaderamente provechoso? La función de los publicanos es algo totalmente reconocido por cualquiera. Y los zapateros también. Virtualmente cualquier oficio, incluso los que tienen los mujiks, tiene mayor valía que ¿O es en verdad cosa tan mayúscula, tan untuosa, como suele decirse dentro de las reuniones y las festividades? Dadme otro trago, por piedad.
Pues he aquí la verdad. ¡El arte es el engaño! Así es. Es la virtud de hacer parecer magnífico lo que es insignificante, de alimentar la vanidad del mundo con simples ornamentos, caros y refinados, pero sin nada más que dar. Es complacer a los sentidos de cualquier simplón que pueda pagar por ello. Y no hay más. Es poca cosa, sí, minúscula, inútil, e incluso, peligrosa. Es la sarna del alma, la disentería del intelecto, es la tisis del corazón. Eso es el arte. Y no hay más arte que la depravación.
La intelligentsia está al servicio del pecado. ¡El vicio y la suciedad son el arte más elevado! Abrir la puerta a la viscosa y blasfema negrura que acecha pacientemente a los incautos… ¡Eso es arte! Ornamentos del pecado… ¡Eso son las obras de arte! El estipendio es la medida de toda apreciación artística.
De todas las costras purulentas que -¡Ay!- han sido, son y serán “artistas” ocasionalmente hay alguna capaz de sobresalir del resto. Nombre no falta para estas, finalmente, simples costras. Pero pocas han supurado de la misma forma que el desdichado Iván Chirkoff. No me pareció la gran cosa cuando vivía, habiéndole conocido por esa charla en el tabernucho del viejo Grigori, pero cuando pude contemplar su obra, que por ventura tenía presencia en casa del sujeto más execrable, Simeón Alov cambié por completo mi juicio. Había acudido a una reunión por mediación de su hermano. La mansión de Simeón era aún más grande que la de mi mecenas. Y estaba llena de todo tipo de pinturas, vanos engaños. Debo confesar que asistí sólo por la oportunidad de beber gratis y poder olvidarme por un momento de todo lo que había visto y de ése maldito libro.
ii Salmodia.
¡Grande fue mi desdicha! La casa estaba llena de todo género de asiáticos y armenios y otras gentes, si es que se podían llamar gentes, que no hablaban en absoluto el ruso. Ladraban, mugían, rebuznaban, cacareaban sus groseros idiomas tan cercanos al chillido de las ratas. Podredumbre que rodeaba todo.
Inorodtsi en todas partes. Pero también reconocí que tenían un porte muy especial algunos.
En el mismo edificio había cantidad de pinturas. Jamás en mi vida había visto tantas en un mismo lugar. Las paredes parecían no tener ya más espacio para una más.
Había gran cantidad de estilos y tiempos. Pero imperaban las más burdas y simples.
Un sujeto rechoncho y de corta estatura me abordó muy cortésmente. No recuerdo el nombre del mismo, pero me pareció muy afable en ese momento. No entendía el porqué de su familiaridad en el trato. Señaló los cuadros de una pared y preguntó “¿Reconoce algunas?” mientras criadas de aspecto inquietante cargaban con bultos informes y de tamaño impresionante. La una, con esos odiosos ojos. La otra, de rostro macilento y salpicado por máculas sanguinolentas.
Y en efecto, algunos eran de autores cuya obra conocía bien. Ahí estaba El atardecer en Novgorod, de Stepánish Dubobenko, El Dniéper, de Babin, obras reconocidas por algunos. Reconocí uno de Oleshka, Otro Rapto de las sabinas. Sí, tal vez el más logrado de toda la serie. A fuerza de recrear por tantas ocasiones el suceso podía proyectar en su mente todo lo relacionado con romanos y sabinas desde cualquier ángulo.
“Es bonito, ¿Verdad?” – Profirió el sujeto señalando un cuadro de tamaño mediano- Es una pintura muy pobre, en realidad. El pobre Chirkoff sólo podía repetir lo que vino antes de él. Sólo mire esto, justamente lo que el impresionismo ya ha hecho."
Pero ¡Era un ciego e idiota! Ese cuadro era incalificable. Tenía vida propia. Algo verdaderamente indecible sin caer en contradicciones. Era el testamento de la capacidad de Chirkoff. Era una pintura capaz de diseminarse en la mente del espectador. Un retrato… ¡No! La imagen misma de una dama, de aspecto perfectamente ruso, pero con una mirada llena de crueldad que hacía sobrecogerse a cualquiera. La técnica era casi imposible de determinar, era notable en sí misma.
Pero lo verdaderamente implacable era la temática y la proyección del mismo. ¡Cualquier zar tendría esa imagen y le rendiría honores casi religiosos, motivado por algo más que el temor o el fervor, algo más primitivo y básico! Eso era una salmodia. Y era irritante ver que no tenía el mismo lugar destacado que las imitaciones monstruosas y contrahechas que colgaban cerca de eso, quedando como simples manchas en un lienzo.
La impresión cesó cuando un golpe en la espalda siguió a la invitación a beber por parte del mismo individuo. Acepté, todavía intimidado por ello.
No hay pintor vivo más grande que él. Todos los pintores, siervos del dinero y del favor, deberían estar avergonzados. Él ha sido el más grande. La palabra pintor no lo abarca. ¡Es un creador! Todos los que han llegado antes de él, son diletantes. Y todos los que hemos estado después de él, somos insignificantes. -Pensé en voz alta. Ni siquiera Loparin Dódonov, que también estaba presente, logró arrancarme ese pensamiento.
Días más tarde me enteré del título de aquella salmodia a lo perverso. Y era
Subyugando la razón al...¡Rápido! Más vino. Más vino.