La bala acertó en mi pecho. Lo primero que sentí fue una convulsión que me forzaría a vomitar, si tuviese fuerzas para ello. Mi cuerpo se agitó, buscando el aire que me faltaba y que ya no volvería a necesitar.
Comencé a caer. Perdía el equilibrio. El gélido aire de invierno soplaba entre mis cabellos, una sensación que, extrañamente, me reconfortaba. Esa sensación, molesta otrora, me reconfortaba. Quizás por el hecho de que era uno de las pocas sensaciones que me quedaban.
Sentir.
Sentir es maravilloso, pensé. Debí de agradecer todas esos molestos rayos de sol veraniegos, cada una de las gotas de lluvia de esos días grises, cada roce con la escarcha de las flores. Ya no podría volver a sentirlos.
Mi asesino me miraba, impertérrito. Antes de hundirlo en una nube borrosa, vi como tiraba la pistola y se alejaba. Sabía que iba a morir, pero ahora, ahora que veía cómo la vida se escurría entre mis dedos, llevándose hasta el último ápice de mis movimientos, sentidos y pensamientos, tenía miedo.
Un miedo irracional, inconcebible para una mente humana normal, que aun me causaba placer por el mero hecho de ser el sentimiento que unía la vida y la muerte, algo que consideraba un privilegio.
La muerte. Los cientos de veces que he alimentado a la parca con mis viejos enemigos, y ahora sentir lo mismo, algo que se deshacía en jirones en una tormenta de elucubraciones que salía de mi mente, huyendo de aquel cuerpo ya inerte, que perdía lo último que se podía perder.
Nunca llegué a sentir aprecio por la vida. No, por eso fui allí esa tarde, sin honor, sin orgullo, sin sueños, sin amor.
El amor. Un viejo cliché dice que el amor sólo lo separa la muerte.
Je.
No podría asegurarlo, nunca he sentido el amor. Supongo que si tuviese control sobre mi cuerpo, habría sonreído.
El amor. Me has ganado la partida, amigo. No sé si tendré mi revancha.
Adiós...
En mis vacíos ojos se esboza una lágrima.
Y muero.