Año 2000. Un magnate decidió construir una mansión para relajarse, en las afueras de King's Abott. Quería huir del estrés que le generaba la oficina donde trabajaba, y junto a su familia y sus más fieles sirvientes, irían al hermoso y frondoso retiro que ofrece la comunidad inglesa. La casa estaría inspirada en el estilo isabelino: esos castillos majestuosos, en colores secos, iluminados en la torres. Verdaderas obras de arte esculpidas con delicadeza por los más finos arquitectos de la época y, por muy poco modesto que suene, los mejores que había para ese entonces. Sin embargo, el edificio ofrecería cosas un poco raras, como una decoración más gótica que isabelina, o incluso salones modernos.
Sin embargo, una semana antes de poder ir a su hermoso retiro, desapareció.
La familia terminó mudándose. La vida en la casa no fue tranquila. Los sirvientes siempre comentaban ver el cuerpo de una mujer flotar por los pasillos en la noche, y en donde debería ir la cabeza, había una soga. Sus lamentos eran los nombres de las piezas de ajedrez: peón, alfil, caballo, torre, rey, siempre en ese orden. Algunos huían al día siguiente, y los demás creían que era una especie de ángel guardián que los protegía en su turno nocturno.
Las cosas empeoraron unos meses después: dos cabezas flotantes volaban por el jardín, del cual se ocupaban las dos hijas del señor. A las chicas, ya mayores, no les importó ver los cuerpos, pues pasaban por sus cultivos, repitiendo peón, torre, rey, creyendo que era un conjuro para que sus plantas no murieran. Y en efecto, sus plantas eran longevas y daban una enorme cantidad de frutos. Sus manzanos fueron la sensación de King's Abott, con los que "se hacían los mejores crumbles."
Como si fuera poco, una muchacha de la limpieza y un mayordomo aparecían cada vez que alguien fregaba el piso o limpiaba las ventanas, en el reflejo del agua que usaban. Las personas se fueron cansando de estos molestos espíritus, que no repetían nada más que rey. Muchos se negaban a limpiar en lo absoluto, pues la presencia de estos seres espectrales era perturbadora, más que nada por el hecho de que con ellos venía una sensación de cansancio repentina y una brisa helada.
Ya al cabo de tres años, en 2005, las hijas amanecieron muertas en su amado jardín, sonriéndose entre sí. Estaban enterradas hasta la cabeza, y su piel era pálida. Lo más curioso era que nadie recordaba que las rosas fueran rojas; todos creían que eran blancas. Tras esto, la madre entró en pánico. Le buscaron tantos calmantes, tantas tazas de té, tanto medicamento, que cayó rendida en su cama. No salió de ese cuarto. Jamás.
Cuando vieron qué pasaba, y tras forzar la puerta, su ama y señora estaba desaparecida. La buscaron el toda la casa: el jardín, el recibidor, la entrada, las afueras, la sala del té, las demás habitaciones, todo. Sólo en el último intento dieron con ella, en el ático. Un candelabro humano, ¿quién lo diría?
Y, pensándolo un poco, ¿dónde estaba la única mujer que jamás gritó por los fantasmas, o el fiel mayordomo de la señora?
Ah, sí, en la casa de los sirvientes con las manos cosidas a los bolsillos.