Autor Tema: [Relato] Cien recetas de empanada.  (Leído 1073 veces)

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Mustal

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[Relato] Cien recetas de empanada.
« en: 27 de Enero de 2014, 07:34:38 am »
Disfruten el relato.


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Cien recetas de empanada.


Una guarida era una guarida.

Una cueva, un bosque, un claro, un estanque, un acantilado, una iglesia, o un local. Una guarida era la casita de madera en mitad de la aldea donde aquella mujer vivía y realizaba sus quehaceres cada día. Una casa gris, de forma rural, construida con piedra y madera y de tejado rojo anaranjado. Las rocas estaban apiladas en forma de mampostería, tan gruesas para que en verano la casa estuviese fresca y aireada, y en invierno ni la nieve y ni el frío fuesen incapaces de traspasar aquellos pétreos muros. Una enorme chimenea, de piedra también, sobresalía desde las tejas. Aquella noche de otoño, una estela de humo salía de su boca, alejándose, abandonando aquella casa similar a las narradas en los cuentos de hadas.

El jardín ciertamente era espantoso. Bien en otoño todo cobraba un aire mágico en aquella aldea, tornando los árboles en rojo y las calles en un estampado de hojas. El césped estaba amarillento, a falta de color, y un poco descuidado, dado a que las anteriormente briznas de hierba se habían transformado en pequeños matorrales y malas hierbas, capaces de llegar hasta las rodillas de un hombre. Se plantaban hermosas flores en aquel jardín: Margaritas y violetas crecían en el verano y se marchitaban en el invierno. En aquellos días, las vivas violetas de antaño se habían tornado a un morado grisáceo, como si de fantasmas se tratasen, y las margaritas habían marchitado un poco, puesto a que su tallo poco a poco se doblaba más y más, y sus pétalos caían al césped de hierba alta. El jardín estaba plagado de estatuillas grotescas para el gusto de cualquier persona. Gnomos de jardín, cada uno con un sombrero en punta rojo y una sonrisa alegre, de barbas blancas y atuendos de distintos colores, todos rudimentarios. Unos estaban de pie, mirando a los ojos a cualquier transeúnte que pasaba. Siendo esculpidos de forma que algunos sostuviesen un pico, otros hiciesen un gesto con la mano, e incluso se mantuviesen sentados o tumbados. Todos mirando a una misma dirección, en multitud.

Tras la puerta de madera rojiza, las luces estaban todas apagadas, excepto una amplia fogata que podía iluminar a duras penas el amplio salón rústico, y dos candelabros encendidos situados en las mesas de los extremos. El fuego ardía con entusiasmo, calentando cada vez más y más el caldero de metro y medio, negro, del cuyo interior burbujeaba lentamente una sustancia aparentemente densa. Amarillenta, casi verde. El olor era nauseabundo, muy fuerte para cualquier gusto. Quizá podía ser por la extrema cantidad de ingredientes que podía contener aquel recipiente. El volumen realmente parecía grande, pero sin embargo el caldero no llegaba a llenarse, sino que ese mejunje verdoso sólo alcanzaba el metro de alto.

Agitó el cucharón, removiendo a su vez la sustancia y su olor, el cual impregnó la sala un poco más de lo anterior. Cualquier persona normal habría salido del lugar espantado en menos de dos minutos a causa del olor, pero la septuagenaria sin embargo no sólo aguantaba el olor, sino que además le gustaba.

El relleno ya estaba preparado. Posiblemente se había pasado, pero, en teoría, la comida podía llegar a ser servida para hasta doce personas. Doce personas que descubrirían el maravilloso sabor recopilado en una de sus recetas, dispuesta a ser elaborada por sus arrugadas manos. La anciana vestía de negro, con un atuendo de encaje similar a los de luto, así como un sombrero de ala alta que tapaba sus facciones superiores. La piel era tan pálida como la nieve, reluciendo algún lunar que otro sobre sus mejillas, al igual que sus arrugas, las cuales demostraban la cantidad de años que habían pasado aquellas texturas. Al fin y al cabo, quizá aún le quedaba cinco o diez años por delante. Sonaba irónico decir que aún se sentía joven.

Echó uno de sus ingredientes secretos. Le encantaba los ingredientes secretos en sus recetas. Un polvillo dorado sacudido por todo el caldo a gran escala, cayendo puñados y puñados mientras que la vieja musitaba una canción de niños con voz temblorosa y nostálgica. En un instante, la sustancia caldosa había tomado un tono más agradable, tal como el olor que impregnaba la sala. Quizá era demasiado fuerte, pero en lugar de aquel amarillo verdoso, ahora se encontraba un tono amarillo cercano a las gamas rojas y anaranjadas. Un tono agradable, y sin ser excesivamente brillante. Por otro lado, tampoco era excesivamente apagado. Odiaba el color mostaza.

Puso la sustancia a calentar, mientras se dirigía a la amplia mesa de su izquierda. Una serie de trozos de carne, de origen para ella desconocido y aún sin descuartizar, todos rojos y crudos sobre bandejas de plata. Cogió el cuchillo y, pieza por pieza, la carne era troceada en pequeños cubos similares entre sí, de un centímetro o dos de alto y ancho.

Echó los taquitos de carne recién picada a freír en el fuego. La sangre, aun goteando con jovialidad, había quedado sobre las diversas bandejas de plata distribuidas por la mesa, mientras que la sartén hacía arder a la carne, tornándola en un color marrón claro.

Continuó ingrediente tras ingrediente. La comida estaba lista pronto. Amasaba el hojaldre. Picaba la cebolla. Sacaba un poco de bacalao para darle más sabor. La sala sólo era iluminada por la fuerte lumbre de la hoguera y dos candelabros sobre las mesas. Sus pisadas crujían en el suelo de madera, siendo engullidas en el manto del silencio. Su marido recordaría aquella empanada como la mejor de toda su vida. Su marido. Su difunto marido. Aún estaba en memoria aquel cuerpo inerte que yacía sobre la cama de matrimonio en la que ella misma había dormido la propia noche anterior a su muerte. No abrió los ojos en la mañana de su despertar. Pálido y frío, le recordaba. Su gata se regodeaba sobre su cadáver, con o sin pulso o calor en su cuerpo, mientras que ella gritaba por devolverle una última pizca de vida a ese cuerpo que yacía sobre el colchón.

Había decidido no enterrarlo, dejando los restos ahí una pequeña temporada, sólo por no admitir que su añorado marido le había abandonado.

Poco a poco, la casa había acumulado un olor a putrefacción un tanto insoportable. Una deliciosa empanada de receta secreta era lo que siempre le gustaba. Todos los domingos, sobre el mantel de cuadros rojos, ambos gozaban del sabroso toque del hojaldre y los tomates. Ahora, disfrutaría ella sola, en compañía de aquel amigo que siempre había estado con ella, año tras año, en los buenos y malos momentos.

La empanada ya estaba lista. Un poco de sal… un poco de pimienta… y el plato ya estaba preparado. Ignoraba todo. Ignoraba el origen de aquellos ingredientes. Ignoraba su fama de bruja en el pueblo. Ignoraba todos aquellos años de su vida siendo tratada y odiada como una de ellas. Ignoraba la muerte de su único compañero en la vida. En aquel momento, se sentía con un mínimo atisbo de vida aún, dispuesta a catar una cena más con él.

Polvos mágicos y cola de lagarto. Calabazas y espantapájaros. Pluma de cuervo y zarpas de gato. Todo aquello eran meros ingredientes de los cuentos de fantasía, alimentando la imaginación de cientos y miles de lectores hasta cobrar vida real. Ella era un producto de la imaginación de los demás. Su imagen. Su cuerpo. Su forma. Aquellas costumbres mal vistas por la humanidad. Aquellos momentos de malestar. Un cuento para dos personas. La locura le había llevado hasta tal punto, que aquel cuento pronto dejaría de durar. Un cuento con un solo protagonista siempre es aburrido. Le habían dejado sola cuando las páginas del libro aún no anunciaban el final de aquella historia.

En mitad de aquella guarida de brujas, acompañada de un gato negro, un caldero, y dos candelabros, una anciana arrugada y viuda se toma una empanada. Un jardín de gnomos. Una casa embrujada. Un marido muerto. Una enorme empanada.

El trozo fue mordisqueado una y otra vez con lentitud, recordando cien tiempos pasados, uno tras otro, desfilando por su mente. Momentos felices y momentos tristes. Aquellos cálidos abrazos de su madre. Aquellas canciones de cuna que siempre tarareaban. Aquellas risas despectivas de las niñas del colegio. Su crecimiento. Su desarrollo. Sus gustos. El día que conoció al hombre de su vida. El día en el que se casó con él. Sus horribles vecinos. Su mudanza...

Se notaba el sabor de aquellos polvos mágicos que tan buena pinta le daba a la comida. Poco a poco, la respiración le fue fallando. Todo se volvía cada vez más nublado y negro. Vio que se había desplomado de la silla. Era una muerte agradable, caer tumbada en un mar de sueños y fantasía. Abandonar todas tus preocupaciones y sumirte en un relato sin final, donde ella finalmente no sería la malvada antagonista, sino solamente un mero figurante.

Aquel era el fin de un cuento de hadas. A tu salud, George.


haber si me muero