El primer día del decreto real.
-¡Qué buena idea! Este nuevo rey es muy astuto. Mucho más que su primo mayor que acaba de fallecer. Ahora con el nuevo decreto todo en el reino será mucho más seguro.
-Yo lo dudo, colega. La simple idea de ver hasta por debajo de nuestros establos es incómoda. El anterior rey al menos no había llegado tan lejos. La semana pasada llegaron y hurtaron mis bueyes.
-¡Bah! precisamente por la desidia de nuestros anteriores monarcas es que los bandidos no han dejado de saquear los graneros. Quien no acepte el nuevo decreto es un malvado estorbo que debe ser enviado al patíbulo. No hay nada de malo en dejar entrar y salir a los soldados del rey en nuestras casas. Al fin y al cabo, ceder un palmo de nuestra privacidad no es demasiado pedir para garantizar nuestra seguridad y paz.
¡Sí! Una decisión inteligente al fin. Yo la apruebo. Quién no acepte, algo tendrá que esconder. Seguramente harán algo bueno con tus bueyes.
Y a la semana siguiente.
-¡Brrr! Colega, hace mucho que no lo veo. ¿Dónde ha estado?
-¡Ay! Amigo mío. Cuando llegaron más de veinte jinetes y ballesteros a mi hacienda acabaron con mis cabritos, mis viñedos y mi grano. Siempre que quería decirles algo blandían una carta del rey con el decreto. ¡Maldito decreto! Es un abuso de la autoridad. ¡No debe de ser apoyado! ¡Deberíamos degollar al primer estúpido que se alegró de tal cosa! Nuestro difunto rey si que era justo y sabio. Esto no debe seguir así.
-No se aflija, colega. Muy seguramente harán algo bueno con sus cabritos, sus viñedos y su grano. No deja de maravillarme cuán diferente respondía haca una semana a la idea del decreto.
-¡Será, pero una semana es toda una vida! No me interesa lo que haya dicho o hecho entonces. Lo único que me importa es que ahora no tengo mis cabritos ni mis viñedos.
Ad nauseam
